La sociedad activa, que trabaja, estudia y produce, viene siendo rehén de cúpulas sectoriales que han encuadrado las protestas en actos intempestivos que no van dirigidos a quienes deben dar respuesta a las reivindicaciones que demandan sino a los sectores más necesitados de la población.

El piquete, los cortes de rutas, la toma de lugares estratégicos, las movilizaciones violentas y las paralizaciones de servicios prioritarios, como la salud, son una rutina que no cabe en la letra ni en el espíritu de las garantías constitucionales, de las que se valen los activistas para imponer las huelgas en nombre del Estado de derecho. Los desbordes han creado un estilo de vida, una cultura contestataria amparada bajo la lógica populista de no criminalizar la protesta social, aunque transgreda y altere la vida de la mayoría de los ciudadanos que quiere trabaja en paz, en armonía y resolver los conflictos por los canales que la jurisprudencia y el sentido común aconsejan.

La necesidad de encuadrar la protesta social en las instancias normativas, con diálogo para buscar soluciones y entendimientos consensuados, debe ser la premisa que anime a dirigentes, cabecillas, punteros y gobernantes, para así impedir que el daño gratuito llegue a la población más necesitada, como ocurre con los paros en los hospitales públicos, donde los médicos parecen considerarse obreros de la medicina y no los profesionales que guiados por el mandamiento hipocrático han escrito páginas de abnegable profesionalidad en la historia de la medicina argentina. Precisamente la crisis de valores que hoy nos sacude, hace que los golpes no sean dirigidos a los funcionarios que deben resolver las cuestiones planteadas sino a los más vulnerables, como los pobres.