El papa Francisco canonizará el próximo 16 de octubre a José Gabriel Brochero (1840-1914). Muchos lo llamaban ‘el Cura Gaucho” y él siempre se comportó como tal, sin abandonar su condición de sacerdote pero hablándole a la gente como uno más, recorriendo los 120 kilómetros cuadrados de su parroquia a lomo de mula, tomando mate con ellos y demostrando un carácter lleno de fe pero también encarador y corajudo. Evangelizó a poncho toda la zona, creó escuelas, organizó casas de ejercicios espirituales que aún hoy existen y, a la semana de haber sido nombrado canónigo de la Catedral de la ciudad de Córdoba, volvió a su parroquia diciendo: ‘Este apero no es pa’ mi lomo ni mi mula pa’ este corral”. Se le adjudican muchísimas conversiones, como la del líder gaucho bandolero sanjuanino Santos Guayama, o el ladrón y asesino conocido como ‘Gaucho Seco”. En una ocasión este temible bandido que se escondía en los montes cordobeses y al cual ni los más aguerridos policías se atrevían a ir a buscar a su guarida, Brochero lo encontró. Cabalgó largo rato internándose en la espesura y, al fin, halló al bandido en un pequeño claro. El hombre estaba en cuclillas frente a un fogón por él mismo construido y se cebaba mate con toda tranquilidad. Ni siquiera levantó la vista cuando Brochero detuvo su mula ‘Malacara”, a pocos pasos de él. Con seguridad lo estaba observando desde hacía largo rato y dejó llegar sin inmutarse a ese fulano de sotana que debía estar loco. No podía imaginar que ese cura llevaba un arma mucho más poderosa que las que él estaba acostumbrado a enfrentar. Brochero saludó, desmontó y se sentó a su lado. El hombre, nada. El cura le dijo que había ido a buscarlo y, sin vueltas, agregó: ‘¿Por qué no se deja de jorobar con esta estúpida vida de bandido que está llevando?”. Recién entonces el otro levantó la vista y le clavó con fijeza esos ojos que tantas veces habían reflejado odio, fulminándolo con la mirada, sin pronunciar palabra. El Cura Gaucho no se asustó. Con la mayor naturalidad tomó la pava, se cebó un mate y le dijo mientras lo hacía: ‘Mire, don; vengo a convidarlo pá que se venga conmigo a los ejercicios espirituales…”. El hombre, que ni siquiera sabía qué cosa eran los ejercicios espirituales, le manoteó el mate sacándoselo de la mano y arrojándolo a unos metros. Se paró de golpe, como un animal en alerta, y comenzó a insultar al cura con las peores palabras que le llegaban a la boca. Parecía que iba a sacar su cuchillo para terminar con el sacerdote allí mismo, pero Brochero, sin abandonar su posición en cuclillas y sin que se le moviera un pelo, sacó de entre sus ropas el crucifijo que siempre lo acompañaba y mostrándoselo al bandido le dijo: ‘Oiga, no soy yo el que quiere que usté venga… El que lo convida es éste… ¿A ver si se anima a insultarlo a Él?”. El bandolero buscado en toda la provincia quedó como petrificado. Lo miró largamente sin decir palabra, después se volvió a sentar y hablaron. Tuvieron charla todo ese día y parte de la noche. Con las primeras luces del amanecer los dos partieron para el pueblo. El hombre asistió a los ejercicios espirituales y, poco después, se transformó en uno de los vecinos más honrados y trabajadores de la zona. Y cuidadito con que alguien llegara a decir algo malo del Cura Gaucho.

Con su lenguaje pastoral inculturado supo llegar al corazón de la gente sencilla y sin mucha formación. Cierta vez, un sacerdote joven le predicaba a los gauchos, y el cura Brochero asistía a la plática. El predicador trataba de mover el corazón de sus oyentes, diciendo: ‘Acércate hijo mío a esa Cruz, y contempla cómo está lastimado Jesucristo sufriendo por tus pecados”. Los paisanos oían como quien oye llover. Cuando el padre terminó, Brochero le hizo una seña y le cuchicheó al oído: ‘Padre, ¡mis paisanos no le entienden! ¡Mire qué cara de bozales tienen! Déjeme a mí predicarles la segunda parte”. El jesuita asintió con gusto. Brochero dijo lo siguiente: ‘Mira hijo lo jodido que está Jesucristo, saltados los dientes y chorreando sangre. Mira la cabeza rajada y con espinas. Por ti que sacas la oveja al vecino. Por ti tiene jodidos y rotos los labios. ¡Qué jodido lo has dejado con los pies abiertos con clavos, tú que perjuras y odias”. Estas ‘palabrotas” penetraban en el corazón de los paisanos que al poco rato se enternecían y empezaban a sollozar.

Tres días antes de su muerte, pidió que se lo ayudara para poder celebrar la Santa Misa. Recitó de memoria la misa de difuntos y luego perdió el conocimiento en la agonía.