La historia es real y reciente. Un hombre cruzó la avenida como quien atraviesa un potrero, y fue atropellado por un automóvil que le quitó la vida. A pocos metros del impacto, quedó un teléfono celular de juguete, que el infortunado simulaba leer. La compulsión social que ha creado el aparato (tan útil en algunos casos como innecesario en otros), se había llevado puesta una vida.

Es frecuente ver en la calle gente automatizada, que por determinados instantes no sabe dónde se encuentra. Cruza arterias populosas, los autos lo eluden y los bocinazos lo recuperan de la ausencia. Un muchacho camina hacia mí en dirección contraria. Me va atropellar. Empuña el celular como un ramo de flores muertas, y no ve otra cosa que el teclado donde escribe algo o la pantalla donde lee un mensaje. La imagen es casi generalizada. El fenómeno nos ha invadido, desde adentro y desde afuera. Quizá sea un costado de la soledad que ocupa las ciudades y que se está por llevar por delante a un ser humano que no se entrega y se aferra a un instrumento para poder sentirse con alguien al lado o para mitigar el grito de los pequeños demonios que nos acompañan en una complicación social cada vez más cerrada.

Un hombre de mediana edad, a paso lento, se ha cruzado delante de mi vehículo. Freno, y estoy a punto de decirle algo para que recapacite, pero creo que es en vano, está muy lejos de acá; una canción dulce tal vez lo acompaña por la calle, o un mensaje que desea descifrar de inmediato lo convoca a no estar entre nosotros.

En la mesa hablamos en forma amena, pero alguien de nosotros se ha metido de cabeza en un aparatito rectangular que late en sus manos como un gorrión herido; se nota que hace rato que se ha ido de la sala, vaya a saber a qué inmensidad que le promete Internet o qué indagación en la letra muerta de un abecedario dominante.

El celular, a similitud de la música que nos llega desde audífonos, viene a esta etapa del progreso con la hermosa misión de comunicarnos; pero, curiosamente, se ha plantado entre nosotros a la medida de un virus invulnerable que se fagocita la ilusión de relación; se planta casi inhumano en el corazón de las hogares, pulula por las calles como bandada de golondrinas muertas, interrumpe altanero consultorios, ceremonias, velatorios, declaraciones de amor, añoranzas, sueños, abrazos y miradas; ha contaminado la pradera adonde vino a oficiar de noble sembrador de sueños y afectos, y ahora deambula duende de cera por un estrecho sendero donde sólo lleva como acompañante a una persona solitaria.

(*) Abogado, escritor, compositor, intérprete.