Recientemente tuve el placer de leer en este diario un artículo referido a los cines de barrios, esos que estaban sembrados prácticamente en los departamentos de toda la provincia.
Aquellos cines de un pasado lejano, pero muy cercano para quienes siendo niños pudimos disfrutarlos hasta el arribo de la televisión, que trajo la magia de inaugurar el séptimo arte en nuestros hogares. La TV cambió el estilo de nuestra niñez en episodios, la que vivíamos de acuerdo a los tiempos del juego. Nunca supimos qué duendes los convocaba, pero un día cualquiera las veredas y las calles se poblaban de barriletes o volantines y las humildes ‘sapas’. Después aparecían las figuritas de cartón, un poco más anchas que la moneda de un peso y les sucedían las balitas de plomo, ‘la troya’ con los preciados ‘ojitos’ y la triunfante ‘tinqueadora de acero’. Venían posteriormente, los infaltables trompos bramadores pidiendo pistas en las palmas de nuestras manos, mientras las niñas competían en la ‘payana’, el ‘tejo’ o el ‘salto en la soga’.
Puede que no sea ese el orden de los juegos, pero lo que sí superaba los tiempos era el infaltable ‘picadito’ en el potrero, con el cual se ponía un sudoroso y polvoriento final a una jornada intensamente vivida a pura inocencia. La nota justifica lo que dijo el periodista y escritor español -fundador del diario ‘El País’ de España- en el sentido de que mientras se sigan escribiendo buenos textos que atrapen al lector, el periodismo seguirá vigente’- Clarín 02/05/2014. Ello me hizo revivir memorias de casi 70 años guardadas en el archivo de los destinos. Encontré, por ejemplo, los días de asombros y emociones que semana tras semana nos tenía reservado el ya legendario ‘cine Chimborazo’, con cada capítulo de ‘Las Calaveras del Terror’ y el actor mexicano Pedro Armendáriz. Estaba ubicado en avenida Alem y calle Chile, esquina noroeste, frente a la bodega López Peláez. Era un cine muy democrático, tenía una pantalla y sillas con asiento de paja, al libre aire; todo sin raros protocolos, tan es así que a un costado se levantaba un árbol que aún permanece, de una altura que sobresalía uno o dos metros de la pared perimetral.
Desde ese lugar, o desde ese ‘privilegiado palco’ con capacidad para no más de 5 espectadores ‘cómodamente’ sentados en sus brazos, podíamos ver y oír silenciosos y tensos, a caballos salvajes que parecían cortar el viento con sus ruidosos galopes, o el griterío de fieros indios rodeando amenazantes a una formación de carretas, igualmente la angustia de desesperados pasajeros de diligencias huyendo de los tiros de enmascarados bandidos; igualmente el cruento duelo entre dos vaqueros, al cowboy entrando desafiante al ‘saloom’ y al ‘muchacho’ haciendo justicia a tiro limpio. Casi sentíamos silbar las balas sobre la pared; veíamos cantar a Libertad Lamarque y a Carlos Gardel, bailar el tango a Tito Luciardo y llorar a Zully Moreno.
Era un encantamiento que se quebraba cuando hacíamos oír nuestras protestas, apenas las imágenes quedaban fijas en la pantalla. Entonces aparecía don Cayetano Silva, quien controlaba las entradas, y nos recordaba que le bastaba un ‘sacudón’ para que caiga todo intento de rebeldía.
Esa niñez realmente de película; esa niñez igual que todas, ingenua, soñadora, imaginativa, muy lejana a la actual casi saturada de imágenes, es la que se deleitaba con las aventuras de Tom Sawyer y la Cabaña del Tío Tom, entre otros. Con el correr de los años se fueron los duendes, se fueron los padres sentados en las veredas viendo jugar a sus hijos o nietos. Ya no están las puertas abiertas…
Después de casi 70 años de distancia volví al barrio a desandar las mismas veredas y calles de ese entonces. Me encontré con el árbol del Chimborazo, desde donde viajamos al mundo a través del cine. Por unos momentos me imagine remontando el barrilete hasta donde alcance el hilo de la vida. Volví y me pareció escuchar los ecos de lejanas voces que quedaron detenidas en las viejas casonas de adobe, en el silencio del tiempo. ¿Sueños o recuerdos? Por eso regresé: a cerrar con lágrimas de alegría la ronda del niño… y del viejo.