La segunda lectura de la Misa de hoy es el himno de la caridad escrito por san Pablo (1 Cor 13,4-13). Allí se afirma que "el amor es paciente, es servicial; el amor no es envidioso, no hace alarde, no se envanece, no procede con bajeza, no busca su propio interés, no se irrita, no tiene en cuenta el mal recibido, no se alegra de la injusticia, sino que se regocija con la verdad. El amor todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor no pasará jamás". Me parece oportuno reflexionar sobre el tema de la caridad en el contexto del Año de la fe instituido por Benedicto XVI. En el Motu Proprio "Porta Fidei" (n.14), se nos dice que "El Año de la fe será también una buena oportunidad para intensificar el testimonio de la caridad. San Pablo nos recuerda: "Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de ellas es la caridad" (1 Co 13, 13). Con palabras aún más fuertes, que siempre atañen a los cristianos, el apóstol Santiago dice: "¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Podrá acaso salvarlo esa fe? Si un hermano o una hermana andan desnudos y faltos de alimento diario y alguno de vosotros les dice: "Id en paz, abrigaos y saciaos", pero no les da lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así es también la fe: si no se tienen obras, está muerta por dentro. Pero alguno dirá: "Tú tienes fe y yo tengo obras, muéstrame esa fe tuya sin las obras, y yo con mis obras te mostraré la fe" (St 2, 14-18). La fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un sentimiento constantemente a merced de la duda. La fe y el amor se necesitan mutuamente, de modo que una permite a la otra seguir su camino. En efecto, muchos cristianos dedican sus vidas con amor a quien está solo, marginado o excluido, como el primero a quien hay que atender y el más importante que socorrer, porque precisamente en él se refleja el rostro mismo de Cristo. Gracias a la fe podemos reconocer en quienes piden nuestro amor el rostro del Señor resucitado".

El apóstol subraya que el amor no es "envidioso". El griego "zelòi" tiene dos significados. Uno positivo, que es sinónimo de afecto y amor grande. La Sagrada Escritura atribuye a Dios unos celos que podríamos calificar como positivos, expresión de su intenso amor por las criaturas, de modo especial por el hombre. "Porque el Señor, tu Dios, es un fuego devorador, un Dios celoso" (Dt 4,24). Celoso al ver a sus hijos, conducidos por él fuera de la esclavitud de Egipto, amenazados por la sutil esclavitud de la idolatría (v.25). Del mismo modo Pablo, temiendo que la comunidad de Corinto sucumba a las insidias de la serpiente, dice: "Pero temo que, así como la serpiente, con su astucia, sedujo a Eva, también ustedes se dejen corromper interiormente, apartándose de la sinceridad debida a Cristo" (2 Cor 11,3). Pero no es de estos celos que habla el texto de 1 Cor 13, sino de los que nacen del hombre, principalmente por dos temores, del todo humanos: el primero, es el resentimiento al verse superados por los demás. Es el sentimiento de Caín, que envidia a su hermano menor Abel (Gén 4,5), conduciéndolo al punto tal de convertirse en fratricida. El segundo es al observar que el otro tiene de Dios cosas o compensaciones superiores a lo que tenemos nosotros, por lo cual el ojo se transforma en el instrumento para lanzar una mirada negativa al otro (cf. Mt 20,15). En teología moral decimos que la envidia es "la tristeza del alma por el bien ajeno". El amor auténtico no tiene nada que ver con esas características, ya que siempre considera superiores a los demás. Es que la caridad no se impone nunca sino que se propone siempre. No usa la destrucción de la fuerza sino siempre la rehabilitación de la ternura que desarma los odios más fuertes. Cuenta una leyenda que, una vez, una serpiente empezó a perseguir a una luciérnaga. Ésta huía rápido, con miedo de la feroz depredadora, y la serpiente no pensaba desistir. Huyó un día, y ella no desistía; otro día, y nada. En el tercer día, ya sin fuerzas, la luciérnaga se detuvo y dijo a la serpiente: ¿Puedo hacerte tres preguntas? No acostumbro dar este precedente a nadie, pero como te voy a devorar puedes preguntar… ¿Pertenezco a tu cadena alimenticia? No. ¿Yo te hice algún mal? No. Entonces, ¿por qué quieres terminar conmigo? Porque no soporto verte brillar.

Deberíamos sentirnos felices cuando los otros nos muestran su luz; sin embargo, a veces, nos molesta que los otros brillen. Al parecer, la luz del otro nos hace sentir amenazados y esa luz, quizá, nos haga ver nuestra propia oscuridad. Por eso queremos que desaparezca.