Las condenas por corrupción dictadas contra los ex presidentes Rafael Angel Calderón de Costa Rica y Alberto Fujimori de Perú, así como el nuevo proceso al argentino Carlos Menem, profundizan el desprestigio al que se ha sometido al sillón presidencial.
El enjuiciamiento de los ex mandatarios forma parte de la tragicomedia de las instituciones latinoamericanas. Hay que armarse de sentido del humor para no dejarse impresionar por la gama de delitos tan colorida como el arcoiris, así como por la suerte de sus responsables: pocos tras las rejas, algunos aprisionados en sus domicilios, muchos exiliados, todos degradados.
En este melodrama se encuentran dictadores despiadados como el argentino Rafael Videla, el chileno Augusto Pinochet, en cuyo país se atrapó al tres veces presidente peruano Alberto Fujimori, quien renunció por fax desde Japón, después de que su Congreso le declarara "incapacitado moral" para gobernar. Así emuló al mexicano Carlos Salinas de Gortari que escapó a Irlanda tras cargos de corrupción, igual que el brasileño Collor de Melo, que renunció antes de que lo impugnara su Congreso y el ecuatoriano Abdalá Bucaram, destituido por "incapacidad mental para gobernar".
La Justicia, inhibida de accionar contra los presidentes en ejercicio porque gozan de inmunidad constitucional, debe esperar el término de mandato para actuar. La exención se convierte en impunidad para seguir gobernando sin problemas, a pesar de valijas llenas de dólares enviadas por otros gobiernos o transferencias bancarias de guerrilleros y narcotraficantes para campañas electorales.
La semana pasada los italianos resolvieron este intríngulis entre la inmunidad y la impunidad. El Tribunal Constitucional determinó que todos son iguales ante la ley como reza la Constitución, incluyendo al primer ministro Silvio Berlusconi, quien podrá ser enjuiciado como cualquier hijo de vecino. De haber existido la fórmula italiana, tal vez se hubieran limitado aquellos que robaron sin vergüenza como el nicaragüense Arnoldo Alemán, el haitiano Jean Claude Duvalier y el panameño Manuel Noriega. O el venezolano Carlos Andrés Pérez y los paraguayos Luis Angel Macchi y Carlos Wasmosy por malversar fondos; o hubiesen evitados sobornos como el argentino Fernando de la Rúa y el costarricense Miguel Angel Rodríguez, quien debió renunciar a su cargo en la OEA.
La lista es prominente y hay dos hechos que la alargan y fomentan. Por un lado, el exilio político permisivo como el que potenció el panameño Martín Torrijos al dejar la presidencia en junio, otorgándoles "asilo diplomático permanente" al haitiano Raúl Cedras, al guatemalteco Jorge Serrano Elías y a Bucaram. Y por otro lado, unas reformas constitucionales que mediante la reelección dotan a sus portadores de inmunidad e impunidad a perpetuidad, como en Venezuela, Bolivia y Ecuador. Algo que intentará el paraguayo Fernando Lugo, levantando la prohibición de reelección de 1992.
La corrupción parece traspasar las ideologías y los sistemas. Fue popular en las dictaduras, en los procesos neoliberales y socialdemócratas y sigue en los presentes neopopulismos. No es difícil imaginar la suerte que tendrán muchos los presidentes actuales.
El ex mandatario colombiano Alfonso López Michelsen solía decir que los ex presidentes se parecían a los "muebles viejos", porque nadie sabía qué hacer con ellos. Sin embargo, por la conducta corrupta, penal y auto degradante de sus titulares, pareciera que los sillones presidenciales están solo destinados a servir de leña a la hoguera de la historia.
"LA CORRUPCIÓN traspasa las ideologías y los sistemas. Es popular en las dictaduras, en gobiernos neoliberales y socialdemócratas y sigue en el actual neopopulismo.
