El signo distintivo de la confrontación, la controversia y cualquier otra instancia que exalten las pasiones, parecen ser el sello de esta época que debiera, en cambio, serenar los espíritus para permitirle a los hombres dedicarse a sus tareas, crear incesantemente realizaciones productivas y preservar el medio ambiente.
La polémica se establece siempre como un puente de discusión, en vez del diálogo constructivo que debe unir a las personas en la serenidad de sus acciones y en el virtuosismo de su pensamiento. No se trata de seres abstractos o de santos civiles sino de crear la oportunidad de un debate con argumentos sólidos, que busquen la convergencia de ideas y acciones.
Las palabras se vuelven mínimas ante la elocuencia de los hechos. Pierden sentido, ocasión, contenido y continente y se disuelven en el paso estéril de un tiempo vacío, que los pueblos deben utilizar para el progreso.
El peso de los argumentos siempre es válido cuando lo amparan los ejemplos y no se vive de los opuestos sino de los grandes encuentros, después de meditaciones profundas sobre el destino del hombre, sus prioridades, sus requerimientos, sus reclamos y las vías de solución más rápidas, porque los humanos debemos aprender que el respeto de las ideas no es una batalla exterior y mediática sino el rincón más seguro de las íntimas convicciones donde crece la vida para el bien de todos.
La reflexión es válida para asimilarla en diferentes momentos y circunstancias en que se desarrolla la vida en comunidad. Mucho más si se actúa como miembro de la organización social de cualquier tipo y en particular si se buscan coincidencias en procura de una vida mejor.
