"Pero ¿qué les parece? Un hombre tenía dos hijos. Llegándose al primero, le dijo: ‘Hijo, vete hoy a trabajar en la viña’ y él respondió: ‘No quiero’, pero después se arrepintió y fue. Llegándose al segundo, le dijo lo mismo. Y él respondió: ‘Voy, Señor’, y no fue. ¿Cuál de los dos hizo la voluntad del padre?" – "El primero"- le dicen. Jesús les dijo: "En verdad les digo que los publicanos y las prostitutas llegan antes que ustedes al Reino de Dios. Porque vino Juan a ustedes por camino de justicia, y no creyeron en él, mientras que los publicanos y las prostitutas creyeron en él. Y ustedes, ni viéndolo, se arrepintieron después, para creer en él" (Mt 21,28-32).
Hay un interrogante que desde siempre interpela al hombre: ¿quién es responsable de lo que sucede en la vida? Para los hebreos en exilio, según la concepción tradicional de una responsabilidad colectiva, atenta a la solidaridad entre los ciudadanos y las generaciones, eso es consecuencia del pecado de los padres. A esta pregunta, el profeta Ezequiel responde con un principio revolucionario: cada uno de nosotros es libre, responsable de su conducta. Pero nadie está definitivamente fijado en ella, sea buena o mala, porque puede cambiar siempre. Lo que importa para Dios es el presente, porque su deseo es que pueda cambiar cotidianamente y que todos tengan vida. El estilo jurídico del profeta, un poco seco, hay que leerlo mirando a la invitación final: en cualquier situación, el hombre puede volver a Dios y vivir en su presencia. La voluntad de Él es que todo hombre tenga vida y que sepa elegir libremente para vivirla como un verdadero hijo. El profeta afirma así, el principio de la responsabilidad personal, que es retomado por Jesús en el evangelio de hoy, ya que cada uno será juzgado de acuerdo a sus propios actos. Los textos bíblicos que se leen en la liturgia de la palabra de este domingo insisten a cada instante que cualquier pasado que tenga el hombre y aunque esté acostumbrado a decir "no", Dios invita a decirle "sí" y a dejar de lado el ayer. Para Dios, más que las palabras, son importantes las acciones.
La parábola evangélica de los dos hijos presenta actitudes opuestas y puntos de vista que cambian. Se contraponen dos categorías de personas: las que escuchan la palabra y no la practican; los que dicen practicarla pero no la escuchan. El hombre es libre de pasar de un "no" a un "si" y viceversa: del decir una cosa y hacer otra. Pero en la pregunta dirigida a su auditorio: "¿Cuál de los dos hizo la voluntad del padre?", Jesús revela que el punto clave no está sólo en aquello que se hace, sino en cumplir la voluntad del Padre, que es de salvación universal ofrecida a todos sin excepción. El Hijo de Dios, cuya vida ha estado marcada por el "sí" (cf. 2 Cor 1,19), llega a ser el verdadero y único modelo para la vida del creyente. Poner el acento sobre la importancia del actuar no significa devaluar el hablar. Lo enseña Jesús a través de su misión, hecha de palabras y de gestos. El desafío que presenta, es el de la coherencia que armoniza palabras y hechos. Hoy Jesús dirige su pregunta a todo creyente, para que se interrogue si en sus elecciones ha sabido acogerlo y convertirse a su Palabra. Los hijos de la parábola de hoy se caracterizan por el "no-sí" y por el "sí-no". Pero a veces pude aparecer un tercer hijo: su característica no es un "sí" ni un "no". Es un torrente de palabrería y de acusaciones. Es quien, en poco tiempo logra procesar y condenar al mundo entero, pero él vive la hipocresía. Es el que se caracteriza por el de decir: "haría falta", "es necesario y urgente", "se debería", pero jamás dice "debo". También puede ser que nos comportemos como un "cuarto hijo". Es el hijo del silencio. No sabe hablar, pero en compensación, tiene oídos para escuchar. Y ojos penetrantes para ver lo que hay que hacer. Mejor dicho: lo que "él debe hacer". Es suficiente que el padre señale la viña. Donde abundan las hierbas, las espinas, las ortigas, las piedras. Pero donde existe al mismo tiempo la esperanza de una gran cosecha, a condición de que alguien se decida a doblar la espalda. El "cuarto hijo" es el hijo del silencio, acostumbrado a conjugar mentalmente el verbo "deber" en primera persona del singular. El padre lo observa complacido. Sabe que puede contar con aquel "cuarto hijo", aunque ni siquiera haya sido capaz de decir "sí". Es el hijo que cierra la boca, se arremanga y abre la mano. Es el que hace que en el rostro del padre se borre la desilusión y brille la esperanza. La moral evangélica no es la de la obediencia, sino de la fecundidad, de los buenos frutos. Y eso es lo que cuenta para Dios.