Carlitos Gardel llegó a San Juan el lunes 3 de julio de 1933 para una actuación de dos noches en el Teatro Cervantes de José Bautista Estornell. Lo acompañaban sus "escobas” Guillermo Barbieri, Domingo Riverol, Julio Vivas y Horacio Petorossi, y se hospedaron en el Hotel Palace de Rivadavia 42 (o) actual, donde es posible observar hoy el segundo ascensor de la capital (el primero estaba en la vieja municipalidad) y los números originales, 71 y 72, de las habitaciones que ocuparon. Posteriormente, y en razón del éxito popular de su maravillosa voz, decide actuar una tercera noche. Llegó en el tren El Cuyano, y en él se fue con sus acompañantes en la mañana del jueves 6 hasta Mendoza, para concluir en Chile la gira programada, siempre en tren. Es muy probable que Gardel haya actuado en 1917 en San Juan, solo o con José Razzano, sin poder precisar fecha, pero el lugar está inscripto en el gráfico itinerario de una gira realizada por el cantor ese año por el interior del país.
Existen varios hechos, probables unos y anecdóticos otros, que jalonan su presencia final. El diario Tribuna de entonces lo difunde casi recatadamente. Gardel era un artista cabal, serio y guapo, muy agradable y amigo sincero.
El arte musical era motivo de fina sensibilidad expresiva y obsesiva perfección. No tuvo nunca atisbos elitistas ni extraños para un medio delicado, pero sin duda se sabía pisando fuerte en el terreno del canto, en presentación, expresividad y cualidades interpretativas de cualquier género. El tango era su preferencia, por sentirlo y pasearlo como pocos en el escenario del mundo. Sanjuanino era Saúl Salinas, quien fuera compañero de sus primeras andanzas y avezado instructor en el contrapunto y el canto a dos voces, al par que autor e intérprete de "Sanjuanina de mi amor”, "La rosa encarnada”, "Mirala como se va”, "La pastora”, "Jujeña”, tonadas bien cuyanas, aún hoy ejemplo telúrico regional y grabadas en discos por el "Maestro”.
Ese año fue medular para el gobierno cantonista, que caería en febrero siguiente por la acción conservadora, y es cierto que El Zorzal aceptó la invitación para asistir el 4 de julio al local partidario de calle 9 de Julio, donde cenó y cantó luego, con agasajo de sus anfitriones y concurrentes. Cantó siempre sin muchos miramientos políticos, para diversos gobernantes de distinta ideología y en ocasionales lugares del mundo. No tenía vicios ostensibles ni costumbres que afectaran su apego indubitable a una rigurosa disciplina psicofísica, musical y actoral. Dicen que obsequió una guitarra en la plaza al jorobado Torres, que lo guió un chofer Ortiz, que jugó y comió en La Morisca (frente a DIARIO DE CUYO), y es tanto de verosímil todo como que hay fotos decidoras que bien lo ubican con la verdad.
En un Medellín nebuloso de un 24 de junio, sobre las 15.10, quiso el Hacedor poner fin a su gira postrera y definitiva. Gardel había actuado allí, en un teatro que ya no existe, los días 10, 11 y 12 de junio, y hacía una escala técnica de Bogotá para Santiago de Cali, cuando los aviones se encuentran y sucede la tragedia. Los detalles son difusos y argumentados.
A esa ciudad colombiana de cerros verdes, esmeraldas glaucas, orquídeas multicolores, gente morena y noble, donde a Carlitos le copiaron la sonrisa como una bella herencia, hemos acudido a modo de sencillo homenaje y en su memoria -Guillermo, Diego y el autor- con una mármol burilado que dice sólo eso: "a la voz inmortal, cada día mejor, patrimonio de la humanidad, ejemplo y orgullo nacional”. No es poco para resumir una vida. Este miércoles será colocada en el transcurso de un acto que adorna la Semana Internacional del Tango, en su avenida Carlos Gardel, la antigua Carrera 45, en el Barrio de Manrique del arrabal medillenense. Es el espacio ideal para pensar a Carlitos en un tiempo menos absurdo. La ciudad toda se hace tango; es milonga, valses y tangos, de una a otra esquina, y emociona con dureza.
Si hasta las golondrinas de un solo verano se ofrecen volver, con la frente marchita, por los caminos del viento plateando la sien. El silencio es cruel, y hace tanto mal. Abundante la risa donde lágrimas hubo, con las gorduras de Botero, el lirismo de Jorge Isaacs, y en la entrada del aeropuerto, sobre un grisáceo monolito de piedra apizarrada, la imponente y arrugada queja de un bandoneón bajo la lluvia.
