Después que ellos se retiraron, el Angel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: "Levántate, toma contigo al niño y a su madre y huye a Egipto; y estate allí hasta que yo te diga. Porque Herodes va a buscar al niño para matarle” El se levantó, tomó de noche al niño y a su madre, y se retiró a Egipto; y estuvo allí hasta la muerte de Herodes; para que se cumpliera el oráculo del Señor por medio del profeta: De Egipto llamé a mi hijo. Muerto Herodes, el Angel del Señor se apareció en sueños a José en Egipto y le dijo: "Levántate, toma contigo al niño y a su madre, y ponte en camino de la tierra de Israel; pues ya han muerto los que buscaban la vida del niño.” El se levantó, tomó consigo al niño y a su madre, y entró en tierra de Israel (Mt 2,13-23).

El domingo siguiente a la Navidad, la Iglesia celebra la fiesta de la Sagrada Familia. Es que la Encarnación del Hijo de Dios abre un nuevo inicio en la historia universal del hombre y la mujer. Y este nuevo inicio tiene lugar en el seno de una familia, en Nazaret. Jesús nació en una familia. Él podía llegar de manera espectacular, como un guerrero o un emperador. Sin embargo viene como un hijo de familia. Esto es importante: contemplar en el Belén esta escena tan hermosa. Dios eligió nacer en una familia humana, que Él mismo formó. La formó en un poblado perdido de la periferia del Imperio Romano. No en Roma, que era la capital del Imperio, no en una gran ciudad, sino en una periferia casi invisible, sino más bien con mala fama. Lo recuerdan también los Evangelios, casi como un modo de decir: "¿De Nazaret puede salir algo bueno?” (Jn 1, 46). Tal vez, en muchas partes del mundo, nosotros mismos aún hablamos así, cuando oímos el nombre de algún sitio periférico de una gran ciudad. Sin embargo, precisamente allí, en esa periferia del gran Imperio, inició la historia más santa y más buena, la de Jesús entre los hombres. Y allí se encontraba esta familia. Jesús permaneció en esa periferia durante treinta años. El evangelista Lucas resume este período así: Jesús "estaba sujeto a sus padres”. Y uno podría decir: "Pero este Dios que viene a salvarnos, ¿perdió treinta años allí, en esa periferia de mala fama?”. ¡Perdió treinta años! Él quiso esto. El camino de Jesús estaba en esa familia. "Su madre conservaba todo esto en su corazón. Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres” (2, 51-52). No se habla de milagros o curaciones, de predicaciones, de multitudes que acudían a Él. En Nazaret todo parece suceder "normalmente”, según las costumbres de una piadosa y trabajadora familia israelita. Los caminos de Dios son misteriosos. Lo que allí era importante era la familia. Y eso no era un desperdicio. 

Recuerdo que un día estando en Belén, la ciudad donde nació Jesús, visité una casa que recibe a niños que han sido abandonados por sus madres musulmanas, y no conocen tampoco a sus padres. Es que en caso de quedar embarazadas sin haberse casado, corren el peligro de que sean degolladas. Muchas de ellas, al encontrarse en esa situación, tienen a sus hijos pero los dejan ocultamente cerca de los contenedores de residuos, sabiendo que allí alguien los verá y los rescatará. Son las monjitas de San Vicente de Paul quienes cumplen esa tarea. Una vez que los traen a vivir con ellas, no les pueden hablar de Jesús, porque esos pequeños son musulmanes, y en caso de hacerlo, las autoridades les quitan el subsidio con el que se mantienen. Cerca de Navidad, las religiosas estaban preparando el pesebre. Uno de esos niños preguntó: "¿Quién es ese niñito?”. La monjita respondió: "Es un niño muy pobre que vino por amor a enseñar a los hombres el amor”. El pequeño continuó: "Esos dos que están cerca de él, ¿quiénes son?”. La religiosa respondió: "Son su papá y su mamá, que cuidaban a este Niño que era pobre”. Ahí el pequeño, con la sabiduría de los grandes, advirtió: "Ese Niño no era pobre, porque tenía papá y mamá. Nosotros somos pobres, porque no tenemos lo que él tenía”. ¡Una hermosa lección! Tener una familia es una verdadera riqueza. La familia de Nazaret nos compromete a redescubrir la vocación y la misión de la familia. Y, como sucedió en esos treinta años de Jesús en Nazaret, así puede suceder también para nosotros: convertir en algo normal el amor y no el odio, convertir en algo común la ayuda mutua, no la indiferencia. Desde entonces, cada vez que hay una familia que custodia el misterio de la vida y la unidad familiar, se realiza el misterio del Hijo de Dios, el misterio de Jesús que viene a salvarnos.