El filósofo francés Brice Parain afirma que del mismo modo en que tratamos a la lengua nos tratamos a nosotros mismos y a los demás. A pesar de que parezca una utopía, la lengua proporciona a cada uno de nosotros el terreno y la esperanza de un proyecto más practicable que los que otorgan, en el caso de nuestro país, las circunstancias políticas, los problemas del Banco Central o los avatares entre oposición y oficialismo.
Mientras que la gran mayoría de los argentinos sentimos que no somos responsables de los problemas económicos y morales que hemos sufrido y seguimos padeciendo, si existe una responsabilidad colectiva en cuanto al cuidado por la validez de nuestro lenguaje. Es decir, que la degradación que sufre la población en tantos aspectos de su vida ciudadana y cotidiana no debería extenderse a ese vínculo profundo que es el lenguaje como elemento imprescindible de comunicación y de identidad. Los argentinos nos especializamos en vulgarizar muchas realidades de la vida humana, incluida nuestra lengua.
Aristóteles distinguía la "phoné", es decir, el sonido, o la forma más elemental del lenguaje animal, del "dialekto": lenguaje más complejo del que participan algunos seres irracionales, y subrayaba el valor del "logos" o palabra, como forma superior que define al ser humano. En una sociedad agresiva, también se violenta a las palabras, que deberían ser respetadas como el canal de comunicación. Quien no respeta el valor de las palabras también se opone a la libertad de expresión.
Desde el Gobierno, tanto la presidenta de la Nación como el jefe de Gabinete, hacen un uso de neologismos incompatibles con la lengua española, como así también de términos cargados de violencia verbal. La Presidenta hablaba de "okupa" para referirse a Martín Redrado, o de "jueza delivery" para calificar a la magistrada María José Sarmiento. Y para rectificar su afirmación de que "si fuera genia haría desaparecer a algunos como hacen los genios", señaló que en Argentina ya hubo muchos "desaparecedores". La palabra, cuando está en boca de personas con representación o responsabilidades públicas, tiene un valor esencial para la sociedad. La dureza, los términos sin significación, el desplante y hasta el insulto se han convertido en rasgos distintivos del lenguaje público, casi en su estilo habitual.
Los responsables de la vida pública debieran reivindicar la pureza del lenguaje y el valor de la palabra, poniéndolos al servicio de la verdad y del diálogo democrático.
