El Vaticano ha presentado la Instrucción de la Congregación para la Doctrina de la Fe "Ad resurgendum cum Christo” (Para resucitar con Cristo), acerca de la sepultura de los difuntos y la conservación de las cenizas en caso de cremación. La razón de la publicación de este documento radica en que muchas Conferencias Episcopales habían preguntado a la Santa Sede cómo actuar y responder cuando se plantea la pregunta si es lícito o no, cremar los cuerpos de los muertos y esparcir luego las cenizas. 

En estos últimos años hubo un aumento incesante en la elección de la cremación respecto al entierro, en muchos países, y es previsible que en un futuro próximo, ésta sea una praxis ordinaria. La Instrucción reafirma una vez más la legislación eclesiástica sobre la cremación de los cadáveres. El Código de Derecho Canónico promulgado en 1983 afirma en el canon 1176, º 3: "La Iglesia conseja vivamente que se conserve la piadosa costumbre de sepultar el cadáver de los difuntos; sin embargo, no prohíbe la cremación, a no ser que haya sido elegida por razones contrarias a la doctrina cristiana”. Aún cuando puedan celebrarse los ritos previstos para la capilla del cementerio o junto al sepulcro en la sala crematoria, debe quedar clara la preferencia de la Iglesia por la inhumación de los cuerpos, es decir que sean sepultados, y hay que evitar el peligro de escándalo por parte de los fieles y también el peligro del indiferentismo religioso.  

La Iglesia se opuso a la cremación porque, desde la Revolución Francesa, los libre pensadores, los materialistas, los ateos, hicieron de ella una expresión sectaria de anticlericalismo, una señal de negación del dogma de la resurrección de los muertos y de la inmortalidad del alma humana. Esta posición fue rechazada formalmente en repetidas ocasiones por parte del Magisterio de la Iglesia. Pablo VI mitigó esta actitud con la Instrucción "Piam et constantem”, del 5 de julio de 1963, al constatar que en los últimos tiempos la cremación era promovida, en muchos casos "sólo por motivos de higiene, o de economía”. 

La Iglesia sigue recomendando con insistencia que los cuerpos de los difuntos se entierren en el cementerio o en otro lugar sagrado. Mostrando su aprecio por los cuerpos de los difuntos, la Iglesia confirma la creencia en la resurrección y se separa de las actitudes y los ritos que ven en la muerte la anulación definitiva de la persona, una etapa en el proceso de reencarnación o una fusión del alma con el universo. La resurrección de los cuerpos no es, por tanto, una reencarnación del alma en un cuerpo indiferente ni una recreación de la nada ("ex nihilo”). La Iglesia nunca dejó de afirmar que el cuerpo en el que vivimos y con el que morimos es el que resucitará en el último día, con la segunda venida de Cristo. Sabemos que, incluso si la continuidad material se interrumpiera, como es el caso de la cremación, Dios es muy poderoso para reconstruir nuestro cuerpo a partir de nuestra alma inmortal, que garantiza la continuidad de la identidad entre el momento de la muerte y la resurrección. 

Entre el Jesús antes de morir o pre-pascual y el Jesús resucitado, hay contemporáneamente discontinuidad y continuidad. Discontinuidad porque el cuerpo de Cristo, luego de la resurrección se encuentra en un estado nuevo y presenta propiedades que no son más aquellas del cuerpo que tenía cuando vivía en Israel, en su condición terrestre, a tal punto que ni María Magdalena ni los discípulos lo reconocían. Pero al mismo tiempo, el cuerpo de Jesús Resucitado es el cuerpo que nació de la Virgen María, fue crucificado y sepultado, y llevaba los signos de la pasión: "Miren mis manos y mis pies: soy yo. Tóquenme y mírenme; un fantasma no tiene un cuerpo y huesos como ven que yo tengo” (Lc 24,39). Por tanto, no se puede negar la continuidad real entre el cuerpo sepultado y el cuerpo resucitado, signo de que la existencia histórica, tanto la de Jesús como la nuestra, no es un juego de azar, sino una transfiguración de ella. Por la fe cristiana sabemos que el cuerpo no es toda la persona pero sí una parte integrante, esencial, de su identidad. El cuerpo es como el sacramento del alma que se manifiesta en él y por medio de él. Como tal, el cuerpo participa de la dignidad intrínseca de la persona humana, y merece un debido respeto, ya que es nuestro humilde compañero hacia la eternidad. La indicación más importante de la Instrucción es que "las cenizas del difunto deben conservarse en un lugar sagrado, es decir, un cementerio o en una iglesia o en un área debidamente dedicada a tal fin” (n. 5). 

Esta advertencia implica que "la conservación de las cenizas en una habitación doméstica no es aprobada” (n.6). Para evitar cualquier confusión doctrinal, el documento subraya que no está permitida la dispersión de las cenizas por el aire, en la tierra o en el agua, al igual que convertir las cenizas cremadas en un "souvenir” para ser distribuido entre los parientes, o que puede colocarse en joyas u otros objetos (n.7). La elección de arrojar las cenizas procede de la idea de que con la muerte el hombre entero es reducido a la nada, llegando a la fusión con la naturaleza, como si ese fuese el destino final del ser humano. 

Los fieles difuntos son objeto de la oración y del recuerdo de los vivos. Es loable que sean recibidos por la Iglesia y custodiados con respeto, sin dejar de lado el recuerdo y la plegaria de sus parientes y de la comunidad.