"…de la mano de mi madre cruzamos la plaza "Veinticinco"…, y nos enfrentamos…con un galpón de emergencia. Era la Iglesia que sustituyó a la Catedral destruida por el terremoto…”

 

No recuerdo qué edad tendríamos. Rubiecitos, delgados, Hugo y yo, de la mano de mi madre cruzamos la plaza "Veinticinco" hacia el norte, y nos enfrentamos casi a su centro con un galpón de emergencia mirando al sur. Era la iglesia que sustituyó a la Catedral destruida por el terremoto; precaria construcción de chapas de cartón prensado que porfiaba por significar la magnitud de la catástrofe del "44, ocurrida no sé cuantos años antes. La fe de la gente no se doblegaba ante la adversidad ni el desastre. Era tremendamente conmovedor ese ámbito donde, desde algunos años, todos se cobijaban a llorar las pérdidas e implorar por un futuro aún enmarañado.

Saliendo de ese recinto de mudez e íntimo misterio que comunicaba el precario templo, donde las imágenes parecían apiñarse en procura de un calor imprescindible para la gente, las calles aledañas corrían como ríos de llanto y sus cicatrices se empeñaron durante muchos años en exhibir la tragedia: baldíos como cráteres de ausencia cercanos a esa plaza principal y en todo lo que se denominó "la Ciudad”. 

Durante muchos años, San Juan estuvo erguido a medias, como en un desmayo de sombras, noqueado, anciano tambaleante, acorralado por esa especie de manchones con signos de demolición o guerra. Es imposible olvidar esas tumbas de ausencia que los baldíos establecían a cada tranco de la desgarrada ciudad. La plaza principal obraba como el sitio donde la gente iba a abrazarse en enorme símbolo para infundirse ánimo, estrecharse en abrazos tácitos para compartir un hondo responso donde recuperar los gorriones y las tardes; donde podía escuchar música como símbolo de lo que no había podido ser arrasado, cuando los domingos tocaban en su centro las bandas del Regimiento y de la Policía. 

En la insondable recurrencia de los sueños, sigo cruzando la plaza "Veinticinco", donde se refugian las fascinaciones de mi niñez. Sigo apretando, hoy sin miedos, como una cadena de amores, la mano cálida de mi madre, que me hace señales de humo desde el brote de una nostalgia o aferrado al brillo indescifrable de los ojos de mi padre. No me abandonan los acordes marciales de las bandas en el centro del paseo. 

Esta mañana vi llorar sin congoja dos chiquillos en las cercanías de la fuente y seguí adelante. Ese espejo me pertenece hasta la médula.