En la última evaluación de los organismos internacionales que miden la transparencia gubernativa, la Argentina ocupa uno de los últimos puestos, debido a la corrupción estructural que acompañó a un sinnúmero actos de gobierno, en particular de la obra pública, donde se han denunciado delitos penales y otras irregularidades actualmente investigadas.
Si hay que definir en dos palabras a la gestión de la década pasada, estas son corrupción y despilfarro, a veces vinculadas en verdaderas asociaciones ilícitas con participación de sectores privados beneficiados con las maniobras. Claro que la corrupción no es sólo un flagelo en algunas naciones sino un fenómeno que toca de cerca tanto al mundo desarrollado como al emergente.
Por algo el papa Francisco la vincula al narcotráfico, la pobreza y la desunión familiar y en definitiva de la sociedad. Este mal también preocupa a las Naciones Unidas y ha elaborado estrategias de prevención a través de la Convención contra la Corrupción, instando a los diferentes gobiernos a erradicar este mal por esta vía antes que llegue a la penalización. Es que el enriquecimiento ilícito, el tráfico de influencias y las tramitaciones ilegítimas, crecen cuando no hay controles ni acceso a la información pública.
El caso de la dirigente social Milagro Sala resume estos ilícitos porque no es una ‘presa política”, como se afirma en la ola de protestas de su organización Tupác Amaru, sino por un cúmulo de delitos tipificados en al Código Penal, como el de instigación a cometer delitos y tumulto en un primer caso y, después, por los de asociación ilícita, defraudación y extorsión. La Justicia entendió que la medida debía adoptarse a los efectos de que la activista no entorpezca el proceso investigativo tras un faltante de 31 millones de pesos, fondos que tenían como objetivo la construcción de viviendas sociales. Es, sin duda, un hecho testigo de cómo la corrupción se genera cuando una asociación civil sin fines de lucro se aparta de sus fines solidarios para cometer hechos delictivos por el descontrol institucional, o la complicidad oficial.
Esto último parece haber sido ser una constante en la época kirchnerista si se tiene en cuenta que se radicaron 2160 denuncias por corrupción en la Ciudad de Buenos Aires entre 2003 y 2015, según la Cámara Federal, sin que se impulsaran investigaciones o avance con extraordinaria lentitud, incluso hasta llegar a la prescripción. Los dos únicos funcionarios nacionales de la gestión anterior que han sido condenados son el ex secretario de Transporte, Ricardo Jaime y la exministra de Economía Felisa Micheli.
Mientras se espera que los poderes del Estado, y en particular la Justicia, aceleren las actuaciones -ahora sin presiones políticas- se debe crear conciencia de que la corrupción impacta negativamente en toda la sociedad, más en los sectores desprotegidos y en los derechos de las personas. Luchar contra este mal enquistado en la sociedad requiere prevención con firme decisión política, como ha prometido el presidente Macri para transparentar a su gobierno.
El Estado de derecho ordena la institucionalidad republicana, según los dictados de la Constitución Nacional. Sin la confrontación autoritaria o la forma de amedrentar del gobierno anterior para torcer voluntades, ahora se debe aprovechar este clima de confianza para crear un cambio cultural con más ética en los comportamientos, y contribuir así a dar marco a una nación más justa y, fundamentalmente, que los recursos públicos sustenten al bien común.
