Continuamente tenemos que renovarnos y crecer espiritualmente, para movernos con mejor tono y sabio timbre; ya que, si también estamos llamados a testimoniar efectivamente el amor de nuestro Redentor, con la memoria de la Última Cena, requerimos despertar, ponernos en acción y salir de nuestro espacio insensible; para entrar en la voluntad etérea, destronando de nuestros horizontes los dramas humanos. A poco que nos adentremos en la pasión y muerte del Señor, que percibamos su calvario con el iris del resplandor, nos daremos cuenta de que, para reconducirnos, no hay mejor itinerario que ponernos al servicio de nuestros semejantes.

Nos hace falta acogernos y recogernos para nuestra propia purificación interior, tener tiempo para sí e interrogarnos con la fuerza del amor divino, meditar sobre nuestros andares y la realidad de la vida humana. Conjugar el verbo amar en nuestro acontecer diario, es la mejor manera de cultivar la aspiración por quererse, para restituir el camino existencial e instituir en nuestra savia la ofrenda conciliadora. Sabiendo que el mal no tiene la última palabra, no dejemos que se nos trastoque la voluntad agraciada celeste y comprometámonos, con más valentía y entusiasmo, para que nazca un mundo más de todos y de nadie en particular.

Fuera poderes insanos que nos desvalorizan, haciéndonos esclavos de sus mentiras, volviéndonos borregos de sus farsas. Ahí está el faro de la cruz de Cristo, para que en medio de la tempestad que nos acorrala, hallemos consuelo. Con estos sentimientos, deseo de corazón un vital y reconstituyente cambio de actitudes, lo que debe traducirse en un servicio humilde y desinteresado al prójimo. Esto nos ayudará a unir las voces, para poder salir de la incesante suma de conflictos y de las peligrosas condiciones de seguridad. Ojalá aprendamos a tomar conciencia de ello, porque es el sentido de paz, de solidaridad y generosidad, lo que nos orienta hacia una nueva comunión de luz.

Sea como fuere, la experiencia diaria nos convoca a experimentar, tras vivir con el óleo de la alegría los propios andares por aquí abajo, nuestra debilidad y que es la solidaridad fraterna, la que verdaderamente nos asiste a llevar los unos la carga de los otros.

Es verdad que los desafíos de nuestro orbe y de la época actual son muy fuertes. Sólo hay que revisar los datos, difundidos recientemente por Naciones Unidas. Una de cada tres personas falleció cuando huía de un conflicto. El 60% murieron ahogados y otro 70% nunca es identificado, lo que hace que las familias y las comunidades sufran con la falta de claridad sobre lo que le ocurrió a un familiar o amigo. A pesar de los pesares, este afligido contexto de ningún modo tiene que ser motivo para desfallecer, sino para abrir la dimensión del diálogo sincero y el encuentro verdadero con la cultura del abrazo como culto perenne. 

La protección hay que ponerla en práctica como jamás. Que nadie nos arrebate tampoco el derecho a la esperanza. Me refiero a la de Jesús, que es distinta a la mundana, infunde en el alma de cada cual, la certeza de que Dios conduce todo hacia el don, porque incluso hace salir del sepulcro la energía viviente y los acuerdos armónicos. 

 

Por Víctor Corcoba Herrero
Escritor