Tomo por esta calle, no sé bien por qué; lo hago casi automáticamente, pero el camino me proporciona placer; la acera del norte me conduce en brazos dulces; avanzo raudamente, casi sin darme cuenta; siempre que paso por acá, mi mirada se posa en la arboleda añosa, y siento que crezco de vida.
Ya sé bien que mi elección de los lugares de tránsito no es casual; desde mi adentro señalan el camino una infinidad de vivencias, recuerdos y preferencias del alma. Seguramente, la acera oeste de esta calle en algún momento me dio felicidad; uno reincide en los placeres. Cuando de todo esto hablo, me sitúo en permanentes atajos a optar por el paño agreste de esta provincia que quiero por todo lo que me ha dado y he logrado, y a pesar de todo. "Caminar por tus calles”, proclamó para siempre Ernesto Villavicencio en su vals inmortal. Por eso, si hoy elegí el costado norte de Peatonal Rivadavia, es posible que siga buscando el rastro de Carlitos Almada, ataviado orgullosamente de gaucho, aquel que un día tomó el rumbo del nunca, sin aviso, pero dejó su sombra y su cajoncito de lustrar sentadito cerca de peatonal Tucumán, encadenado a su dignidad de laburante y ser humano excepcional.
Si esa fría mañana de junio me insinué por la orilla este de la plaza Veinticinco, seguramente es porque no puedo olvidar aquel junio de escarcha cuando se descolgó del hielo el pajarillo de barro y hojarasca, y se ofreció en muerte frontal a mi vida. Y si abordo la plaza por el margen oeste, creo que es porque estoy necesitando sentirme más cerca de Dios.
Aunque el camino es más largo, prefiero llegar por General Acha, porque -una vez me contaron- por allí Dipus le puso su marchitada frente de nieblas y alcohol a la barbarie; se metió de puro ser humano en el taller donde oía llorar un perro, y cuando comprobó que lo castigaban, lo cubrió con sus poquitos temblores y murió de un asalto al corazón.
Mañana, seguramente, y aunque demore un poco más, llegaré a Villa Krause por avenida Paula, porque por ella regreso a la humilde casita de la infancia, en el Barrio Rivadavia, donde miraré con nostalgia la estampa pos terremoto del barrio azul que vuelve a entonarme "las rondas de las muchachitas” y relatarme "el sueño de mis padres jóvenes”, y sentiré que no podré desprenderme jamás de la mano fresca de aquel niño que fui.
Recuerdo que una vez, sin razón alguna, pasé por la calle donde -casi niño- le susurré a "aquella” que volvería a decirle algo dulce, y jamás volví, y jamás la vi.
Hoy no quiero pasar por calle Mitre. La despedida de mi madre a veces me sostiene en lecho de lágrimas en flor. ¡Para qué mirar su casa desde esta niebla de mis ojos, si sus cosas más bellas pueden conducirme por la margen jubilosa de la vida!
