Pasaron pocos días desde que tuvo su instante de gloria en la radio y los diarios para que el cortista Adolfo Caballero intentara aplacar los ánimos. Había sacudido el tablero: se recuerda poco y nada de un cuestionamiento público tan picante de un miembro del máximo tribunal de justicia al Ejecutivo en la provincia como el que él le formuló a la acción oficial contra la inseguridad, y no tardó demasiado en comprender que había pateado el hormiguero.
Por eso atendió personalmente a la casa de Desamparados y puso un poco de maquillaje con eso de haber sido interpretado fuera de contexto. Pero es justamente el contexto lo que entregó una visión más terminada de la situación.
Primero, lo que dijo. Ninguna novedad es la precariedad de la formación de los policías que caminan las calles con la carga de poner el cuerpo por la gente, tampoco los estrechos salarios que -un poco más o un poco menos acomodados- nunca pasan de jugarle al borde a la línea de pobreza para un agente que se inicia. Demasiado obvio el panorama entonces como para cargarlo con apreciaciones de alto voltaje: sin ir más lejos, llegar hasta la duda sobre si alguien está haciendo algo para mejorar la situación, en un olímpico ninguneo hacia las jefaturas políticas en materia de seguridad.
Segundo, cuándo lo dijo. Ocurre que buena parte de jueces y fiscales -entre ellos los 5 integrantes de la Corte de Justicia- espera un acuerdo que se negocia con el Gobierno para jubilarse con una suma muy superior a lo que les corresponde de acuerdo a la ley general de jubilaciones. Si se produce, muchos de ellos -se calcula entre 40 jueces y fiscales- pasarán a retiro con una suma de hasta el triple de lo que les corresponde actualmente, produciendo el recambio más asombroso del que se tenga memoria en Tribunales. Para que eso ocurra hay una negociación en marcha con el propio Gobierno hacia el que ahora se dirigen los dardos de cuestionamientos inéditos y que deberá además hacer un aporte a esa moratoria con fondos públicos. ¿Algo se rompió?
Para sumarle un poco de morbo al cuadro, habrá que sumar los siguientes ingredientes: no fue esa la primera objeción del mes proveniente desde los despachos judiciales, se produjeron roces públicos y desacostumbrados entre la Justicia y el Gobierno, y para llegar al cartón lleno terminó sumándose la Iglesia.
Juan Carlos Turcumán, camarista federal, vió la luz prendida y entró. Mientras la marquesina exhibía como película del día a la despenalización del consumo de droga, pensó en voz alta con escalofriante razonabilidad. Si se trata de una enfermedad la drogadicción y por lo tanto los jueces deciden retirarla de las punibilidades penales, qué es lo que hacemos como sociedad para favorecer la rehabilitación más allá de retirarlos de la lista de delincuentes.
Claro que fue el inicio de un debate que debe ser celebrado, pero que hasta ahora sigue siendo un debate a medias. Quedan por responder las cuestiones que se dirigen al trazo grueso del problema: ¿Quiénes son los intocables en San Juan en materia de narcotráfico?, ¿quiénes son los que los protegen desde el poder, más allá del empleado de un juzgado que tiene apariencia más de perejil que otra cosa?, ¿cuánta droga es la que consume en la provincia, más allá de los decomisos récord?, ¿por dónde entra la droga?, ¿si se sabe que lo hace por la terminal y que es más fácil que la tabla del uno, porqué no hay controles especiales?, ¿quiénes son los responsables de las zonas liberadas?
Magistrados y funcionarios se enfrascaron, por el contrario, en un cruce dialéctico que tiene más que ver con la cosmética que con las profundidades de un problema que nadie se atreve a abordar. O que, por extemporáneo y obvio como la calidad de la formación de la policías o las relucientes diferencias entre los agentes criollos y los carabineros chilenos, sugiere más bien el cruce de deudas pendientes en el plano político.
El ministro Daniel Molina, titular de Desarrollo Humano, salió al hueso de las declaraciones de Turcumán sobre la ausencia estatal en el proceso de rehabilitación. Habló de los proyectos Juan y María, excepcionales en el interior del país. Y es cierto, aunque se trate sólo del tiro del final: mantener a la gente con la soga al cuello, sin reparar en que más eficiente sería tratar de evitar el paso del agua para que se ahogue.
Igual voltaje empleó el ministro Emilio Fernández para responder la estocada del cortista. Empleó frases nunca escuchadas en público desde un miembro del Gobierno a un integrante del máximo tribunal de justicia: "me da pena".
Y esconde en el dobladillo una situación explosiva. En los pasillos del Gobierno tienen dudas sobre si se trata de un intento por negociar en mejores términos aquella moratoria jubilatoria. Prefieren inclinarse por suponer un intento de espantarse las responsabilidades propias en una función como la de combatir el delito y la delincuencia que sigue marcha atrás. Planteando que tal lucha "no empezó o no se nota" como hizo el cortista, piensan que algunos jueces barren abajo de la alfombra su cuotaparte en el asunto.
Antes que Fernández, otro alto funcionario le había dicho a Caballero, pero en privado, que con gusto aceptan reducir el salario de los magistrados para aumentar los de los policías. Clara muestra de que esa función entre ejecutivos y jueces, que demanda un mecanismo aceitado para confrontar con chance ante las redes delictivas, viene atrasando el reloj desde hace tiempo.
Se tienen desconfianza mutua y hasta recelo. Piensan que conspiran unos contra otros. Los jueces se quejan por lo bajo de una supuesta falta de sintonía, mientras en el Gobierno vienen frunciendo el ceño desde hace algún tiempo por algunos fallos que piensan que les ponen a la gente en contra. Decisiones de la Corte en casos políticos que funcionaron como bombas en la opinión pública.
Aquí cuentan a la desvinculación de Daniel Reche del escandaloso caso de extorsión sufrido por la familia Estornell, que justamente esta semana llegó a que la banda admitiera su responsabilidad. Pero, más aún, el sobreseimiento de Eduardo Fornasari en la investigación por el ataque mafioso a Hugo Naranjo, un proceso en el que ahora sólo se investiga -y tiene sentencia en primera instancia- al presunto autor material (el pajarraco Pereyra), pero resulta que nadie lo mandó.
Intervino la Iglesia por medio de monseñor Alfonso Delgado intentando buscar un punto intermedio. El de admitir la precariedad de la formación policial, pero sin dejar de reconocerle sus esfuerzos.
Saben muchos religiosos, como conocen también muchos jueces y dirigentes políticos, que con la seguridad pasan cosas raras. Más allá de la acefalía política de la actividad que soslaya el problema. Un caso que llevó preocupación y se rumorea por lo bajo es la separación de un investigador de la mafia de las 4×4 luego de haber sido grabado alertando a sospechosos antes de ser allanados.
No es por la búsqueda aislada de quedar afuera del incendio como se puede encontrar una luz de salida para este túnel.
