Pareciera que por el hecho de conducir el Gobierno nacional, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner y su esposo olvidan lo que planteaban antes. En noviembre de 2001, los gobernadores justicialistas agrupados en el Frente Federal, fueron al Congreso a instruir en persona a sus legisladores, a fin de que aprobaran el proyecto de ley para coparticipar el impuesto al cheque entre la Nación y las provincias.

Ese grupo estaba liderado por el entonces gobernador de Santa Cruz, Néstor Kirchner, quien luego declaró a la prensa que "la Nación no puede tomar medidas unilaterales sin un consenso previo y racional con las provincias". A su vez, aclaraba que el gobierno de Fernando de la Rúa, debía respetar el piso de la coparticipación de impuestos para las provincias, y que "cualquier desobediencia en este sentido sería una mala señal".

La historia nos dice que en ningún país ha sido fácil acordar la distribución de recursos y gastos fiscales entre las jurisdicciones de gobierno. Nuestra Constitución estableció en su artículo primero que la "nación argentina adopta para su gobierno la forma representativa republicana federal". Pero esta disposición fundacional, aprobada en 1853, se consagró después de décadas de cruentos enfrentamientos entre unitarios y federales, que emergieron cuando las entonces Provincias Unidas del Río de la Plata proclamaron su independencia, en 1816. La Constitución de 1994 estableció, en su artículo 75, que corresponde al Congreso aprobar una ley que asegure a las provincias "la automaticidad en las remesas de los impuestos coparticipados".

La Carta Magna es bien clara, ya que establece que la distribución entre la Nación y las provincias "contemplará criterios objetivos de reparto; será equitativa, solidaria y dará prioridad al logro de un grado equivalente de desarrollo, calidad de vida e igualdad de oportunidades en todo el territorio nacional". Este mandato está incumplido, y así se puede explicar la enorme concentración de los recursos en manos del Tesoro, en desmedro de las provincias. No existe un verdadero federalismo político que no esté sustentado en la autonomía financiera de las provincias.

Cuando la caja se centraliza en la Casa Rosada, los gobernadores elegidos por los pueblos de las provincias se convierten en meros delegados del poder central.