Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Al principio estaba junto a Dios. Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe. En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la percibieron. La Palabra era la luz verdadera que, al venir a este mundo, ilumina a todo hombre. Ella estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios. Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Y nosotros hemos visto su gloria, la gloria que recibe del padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad (Jn 1,1-18).
En este segundo domingo después de la Navidad, se propone para nuestra reflexión el conocido prólogo del evangelio de san Juan. Queremos destacar una expresión clave: "La Palabra vino al mundo y habitó entre nosotros”. La Palabra es Jesús, el Hijo de Dios, que en Navidad se reveló al mundo como verdadero hombre. Descendió de lo alto para venir a vivir aquí abajo. Quiso enseñarnos que la vida es convivencia. Cada uno de nosotros nace como una circunferencia con el eje en el centro de sí misma. Pero el alma, lentamente, comienza a descubrir que hay algo por encima y fuera de esa circunferencia. ¿Qué hacer entonces: atraer todo, subordinar todo hacia ese centro sacratísimo o más bien tender hacia todo eso que se está descubriendo? ¿Encasillarnos en nuestro egoísmo, encadenando todo a él o, por el contrario, irnos "descentrando” sacar de nosotros nuestro propio eje para colocar nuestro "polo de atracción” por encima o más allá de nosotros mismos? ¿Nos abrimos en el amor o nos cerramos en nuestra autoadoración? Esta es la gran apuesta en la que nos jugamos el tamaño de nuestras vidas. La primera opción: el egoísmo, conduce a la soledad; la soledad, a la amargura; la amargura a la desesperación. La segunda: el amor, conduce a la convivencia; la convivencia a la fecundidad; la fecundidad a la alegría. Por eso, el primer gran descubrimiento es el de que el prójimo no es nuestro límite y menos aún nuestro infierno, como decía el filósofo francés Jean Paul Sastre: "el infierno son los otros”.
Vivir es convivir. Convivir no es semivivir, sino multivivir; no recorta, aumenta; no condiciona, lanza. Amar puede implicar alguna renuncia, o comenzar siendo una renuncia, pero siempre termina acrecentando. En rigor, como decía Gabriel Marcel: "nada está jamás perdido para un hombre que sirve a un gran amor o vive una verdadera amistad, pero todo está perdido para el que está solo. No hay más que un sufrimiento: estar solo”. Pienso que si se nos concediera por una gracia de Dios descubrir lo que en nuestra alma es realmente nuestro y lo que debemos a los demás, nos impresionaría comprobar qué cortas fueron nuestras conquistas personales. ¿Qué seríamos nosotros sin todo lo que recibimos de prestado de nuestros padres, hermanos y amigos? ¿Y cuánto me ha dado también lo poco que yo di? "La felicidad, decía Follereau, es lo único que estamos seguros de poseer cuando la hemos regalado”. Vivir es hacer vivir. Hay que crear otras felicidades para ser feliz. Hay que regalar mucho para estar lleno. En cambio, ¡qué infecundo es nuestro egoísmo! Incluso, con frecuencia lo disfrazamos de amor. Esto sucede cuando "usamos” el amado o la cosa amada para nuestro personal regodeo. Cuando creemos amar, pero atrapamos. Cuando queremos "para” ser queridos. Cuando convertimos el ser amado o la vocación amada en un espejo donde nos vemos a nosotros mismos multiplicados. Podemos incluso creer que amamos a Dios cuando le "usamos” simplemente. No le amamos a él, sino al fruto que de él esperamos. Convertimos a Dios en "un ojo que me tranquiliza”, que me garantiza "mi” eternidad. Pero eso no es una verdadera religiosidad. Es, cuando más, simple narcisismo religioso.
Sólo se crea por amor. Más aún, sólo se cree por amor. Y eso es lo que hace que la fe en Dios esté tan unida al amor a los otros. Romano Guardini decía que "la fe es una llama que se enciende en otra llama”, pues hasta Dios "llega a nosotros por el corazón de los demás”. O como decía Charles Peguy: "Cristiano es el que da la mano. El que no da la mano, ése no es cristiano, y poco importa lo que pueda hacer con esa mano”. Lo más importante de nosotros mismos está fuera de nosotros: arriba, en Dios; a derecha e izquierda, en cuanto nos rodea. Debería darnos vergüenza querer ser felices nosotros solos. Es que solos podemos tener placer pero no felicidad; es que solos podemos correr tanto como un coche en un garaje. El amor no es la crema y la frutilla con que ""adornamos” la torta de la vida. Es la harina con la que la fabricamos para que sea verdadera.