Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo. Jesús les dijo esta parábola: Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo a su padre: "Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde". Y el padre les repartió sus bienes. Pocos días después, el hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano donde malgastó sus bienes en una vida licenciosa. Ya había gastado todo, cuando sobrevino mucha miseria en aquel país, y comenzó a sufrir privaciones. Entonces se puso al servicio de uno de los habitantes de esa región que lo envió a su campo para cuidar cerdos. El hubiera deseado calmar su hambre con las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. Entonces recapacitó y dijo: "¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia y yo estoy aquí muriéndome de hambre!". Entonces partió y volvió a la casa de su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente, corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó. El padre dijo a sus sirvientes: "Traigan enseguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba perdido y fue encontrado". Y comenzó la fiesta (cf. Lc 15,1-32).

Esta parábola propuesta en el IV Domingo de Cuaresma es conocida como "del hijo pródigo", o como prefieren llamarla muchos, del "Padre misericordioso", dado que el principal protagonista es el padre. Es necesario recordar que en la enseñanza rabínica, la parábola difiere del simple ejemplo. Se trata de un texto abierto, para ser reinterpretado continuamente. Aquí aparece un Dios Padre lleno de bondad y ternura, muy diferente a las ideas protestantes de Lutero y Calvino, que llegaron a mostrar en sus doctrinas la figura de un Dios vengativo, iracundo, a quien había que aplacar a fuerza de sacrificios, capaz de cebarse en el dolor de los hombres e incluso de su propio Hijo. El cristianismo protestante contagió esta visión de Dios a muchos católicos. A estas lecturas deformantes, habría quizá que tener en cuenta lo que sostiene un biblista tan eximio como el P. Grelot, quien afirma que esta visión de un Dios represor, proviene de la transposición a la idea de Dios de la figura del padre tal cual la presenta Sigmund Freud. Se proyecta a Dios la imagen del padre represor, castrador, plasmación del superego, que se hace rival del amor de la madre y de todo impulso de la libido. Pero esta imagen de Dios no es la que presenta el evangelio de hoy. Muchos de los detalles de la parábola son difícilmente compatibles con costumbre de la época. No parece tener asidero el que un hijo pudiera reclamar la parte de la herencia que le correspondería si su padre muriera. Si podía, el progenitor, no la madre, testar en vida, repartiendo los bienes que dejaría a cada uno, pero en ningún caso se los adelantaba antes de morir. Cosa que, cuando se hace en nuestros días, suele ser extremadamente imprudente. Más de un padre ha muerto en la indigencia o encerrado en un geriátrico gracias a estas generosidades prematuras.

Como sea, el padre de la parábola le da la parte que le toca de sus bienes. En esta frase hay mucha riqueza. Una traducción literal del pasaje habla de que el hijo pide, no "la herencia", sino la porción de "substancia", de "ser" que le corresponde. Y el padre, dice también el texto griego, le reparte no "sus bienes", como afirma nuestra traducción, sino "la vida" (tòn bìon). No se trata pues, de una cuestión económica, de despilfarro pródigo de dinero. La cuestión es más vital. Y quizá, también esté insinuado que, al exigir el reparto que solo se hacía cuando moría el padre, de algún modo el hijo considera al padre muerto. "Dios ha muerto", decía Nietzsche, "el hombre, con la pequeña linterna de su razón ha de regir independientemente y autónomo el destino de su vida". Eso hace el hijo menor. De algún modo matando simbólicamente a Dios, como lo hacemos en todo pecado, se hace dueño de su vida. Y se aleja. Lejos de Dios, exiliado, migrante, vive ya el infierno. Su vida languidece y se extenúa. Vuelve, y el padre lo está esperando, con los brazos abiertos, el corazón palpitando y la prontitud para besarlo y acariciarlo. Así es nuestro Dios. Aceptar su amor es más difícil que dárselo. El Padre no pide remordimiento ni amenaza con castigos. A él no le interesa juzgar, sino perdonar y abrir un futuro de vida. Para Dios la vida es una gracia que hay que vivir, no una condena que haya que pagar. Descubramos siempre que la última palabra de Dios es la del perdón; y su último gesto es la luz encendida, la puerta abierta y el abrazo empapado de misericordia y ternura.