El discurso de Benedicto XVI se adecua al contexto que vive nuestro país: "La consecución de la paz requiere la promoción de una auténtica cultura de la vida, que respete la dignidad del ser humano en plenitud, unida al fortalecimiento de la familia. Requiere también la lucha contra la pobreza y la corrupción, el acceso a una educación de calidad para todos, un crecimiento económico solidario, la consolidación de la democracia y la erradicación de la violencia y la explotación, especialmente contra las mujeres y los niños".
Fueron múltiples los agentes que colaboraron para borrar la sombra de la guerra. Uno de ellos, el hombre tenaz, humilde y parco en palabras como el cardenal Francisco Primatesta. "No importa que el Papa fracase, con tal que sea por la paz", les dijo a los obispos de la Comisión Permanente, el 19 de diciembre de 1978, cuando la maquinaria bélica estaba en marcha. Otro diplomático sabio fue el cardenal Antonio Samoré que estudiaba minuciosamente todos los aspectos del problema, y atendía con ejemplar paciencia los argumentos de las partes. De la contemplación de las figuras de estos hombres, brota una extraordinaria lección: para lograr una meta difícil nada mejor que la humildad, la paciencia y la constancia.
Leyendo los discursos de Juan Pablo II a las delegaciones argentina y chilena se destacan tres principios permanentes de alta política. Primero: la guerra es un medio arcaico que, en vez de solucionar, agrava los conflictos, y debe ser desechado definitivamente por las naciones civilizadas. Segundo: siempre es posible hallar soluciones justas, equitativas y honrosas a los problemas internacionales más complicados mediante negociaciones diplomáticas conducidas por la buena fe y buscando el bien común. Por último: los conflictos entre los países han de ser superados definitivamente adoptando la colaboración e integración entre ellos. Pero también es necesario comprender que en la verdadera política no se trata de ganarle al otro, sino de convivir con el otro y sumarlo al propósito de pensar y realizar junto con él, sea la colaboración e integración internacional, sea un proyecto de país para todos los argentinos.
De este modo, el Tratado de Paz y Amistad es mucho más que un tratado jurídico que sepultó en el pasado una contienda. Es fuente inspiradora en el presente para una convivencia social y política en una Nación que juramos republicana, representativa y federal.
