Debió haber en el aire tenso un mensaje que nadie se atrevió a leer, salvo que tuviese la osadía de los brujos, la desfachatez de los gitanos o la llaneza de los niños.
Ese 15 de enero de 1944, igual que siempre, ingresaban al día los recolectores de basura y volvían de la noche los bohemios, y en el atardecer pareció que todo se retiraba hacia un lugar de miedo y de sospecha…
Todo parecía estar como siempre, cada cosa en su lugar, cada sueño por aterrizar, cada calle con sus silencios, salvo el aire, ese extraño aire en el que -de golpe- se encaramaron los ladridos de los perros copando el sueño y las esquinas. Acto seguido la tierra la retorció, lloró, tiritó, pataleó y se hizo pedazos contra nuestros asombros. Un terremoto nos ponía a prueba. Hubo algún hombre que se asustó y murió, una mujer que dio a luz y un borracho que volvió a revolcarse.
Derrumbes de casas y miedo
La casita de mis abuelos, en la calle Santa Fe, se vino a pique con toda su ilusión adentro. Nos sacudió el día a cachetazos, como en la guerra, como en la pobreza. Las embarazadas y los ancianos, buscaron el infierno de la calle, donde todo era polvo maldito y derrumbes.
Detrás de ellos corrieron algunos niños como endemoniados, a pesar de los gritos de quienes en vano trataban de disuadirlos. Fue inútil, todo -resultó indomable, la tierra había proclamado un veredicto terrible, un exabrupto, una rebelión. San Juan, una vez más, fue un lugar exacto para el miedo y la muerte. Como en situaciones anteriores, los sofocones de la tierra continuaron por horas, por días, en los que la gente robustecía a cada sacudón su terror y resignación.
En la tarde -contaba mi padre- que salieron a los tumbos entre escombros y muertes a verificar como incrédulos el espectáculo del pavimento destrozado, de la ciudad masacrada por los malos dioses, enormes zanjas dividían las calles, las casas y la gente. Había ranchos misteriosamente de pie y, a su lado, otros destruidos, gente tiritando, pero en pie, y gente desmoronada, quizá para siempre. Y muertos.
Cuando el hombre siente que es débil
Un vecino cayó de la cama; unos amantes se cayeron del cielo. Como si nada, una viejecita continuó tomando mate en la cocina; un tontito se rió con recelo y luego lloró disimuladamente entre sus sombras. Unas niñas gimieron en el regazo de la abuela. El hombre que regresaba exhausto, casi derrotado, de la fábrica, se abrazó a la mujer que hacía mucho tiempo no tocaba.
En minutos, los sanjuaninos fueron sombras, gorriones en la borrasca. Todos, absolutamente todos, volvieron a entender que somos débiles y en un inconsistente minuto sólo dependemos de Alguien imprecisable, infinito, extraño, a quien, seguramente varias veces en la vida, hemos llamado en ayuda desde el frágil parapeto de nuestra alma.
Por Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete