La pelea por exigir mayor transparencia, rendición de cuentas y acceso a la información pública no es suficiente si sólo la dan las organizaciones no gubernamentales, como pidió la Alianza Regional por la Libre Expresión en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Los estudiantes en Chile, los indígenas en Bolivia, los protagonistas de la "Primavera Árabe” y los del movimiento Ocupemos Wall Street, en Estados Unidos, demuestran que cuando los ciudadanos se expresan y organizan en torno a objetivos comunes, los gobiernos escuchan y se producen cambios. La mayor exigencia debe ser para los gobiernos ya que pocos son transparentes y muchos no cuentan con leyes de acceso a la información que los obliguen a rendir cuentas o permitir que se les audite, como Venezuela.

Pero aún con esas leyes, tampoco existen garantías de gobierno abierto y transparencia. En Guatemala, Jamaica y República Dominicana hasta los partidos políticos las incumplen, mientras que en Canadá solo un 61% de agencias gubernamentales entregó información dentro de los 30 días estipulados por la legislación.

En materia de corrupción, los gobiernos tienen doble responsabilidad, porque primero deben probar su honestidad para después exigirla. Según el Banco Mundial y la Oficina de las Naciones Unidas contra el Delito, los funcionarios corruptos aprovechan vacíos legales y subterfugios jurídicos para malversar fondos estatales y aceptar sobornos. En cuanto a la reducción de delitos que se cometen a través de empresas fantasmas, fundaciones y fideicomisos, el estudio exigió información pública más accesible y legislación para mejorar auditorías.

El Congreso de Brasil pareciera haber escuchado. Aprobó la Ley de Acceso y Transparencia después de ocho años de trabas, en especial de los senadores y ex presidentes José Sarney y Fernando Collor de Melo, que no se destacaron por ser gobiernos de manos limpias. La nueva ley, que obligará al gobierno federal, a 26 estados y más de 5.000 municipios a contestar peticiones, revelar datos en Internet y promover la participación ciudadana en audiencias públicas, será una herramienta que bien aprovechada, permitirá a la presidenta Dilma Rousseff profundizar su ataque contra la corrupción.

Rousseff no habría luchado contra la corrupción acaba de deshacerse de su quinto ministro de no ser por las muestras públicas de indignación contra los escándalos impunes. En Brasil la corrupción es cultural. La Federación de Industrias calculó que en la última década, el desfalco al Estado es decir al bolsillo de todos- alcanzó la vergonzante cifra de 406.000 millones de dólares.

Ojalá que la actitud de Brasil contagie a otros gobiernos, como al de Cristina de Kirchner, para que no crea que el 54% de votos en su reelección, es un cheque en blanco para mantener el silencio y no investigar la corrupción propia y ajena. Y sacuda al nicaragüense Daniel Ortega, que si es reelecto el 16 de noviembre, querrá mantener el hermetismo criticado hasta por los periodistas de medios oficiales.

La experiencia indica que si bien estas leyes no son la panacea, son el primer paso ideal para cambiar la cultura del silencio por una mentalidad más abierta y responsable, en la que los gobiernos tomen conciencia que los ciudadanos son los verdaderos propietarios del Estado y a quienes deben sus servicios. Pero exigir ese cambio de mentalidad, no es tarea de las organizaciones, sino responsabilidad directa de los ciudadanos.