Señor director:
Nunca creyó que sería capaz de hacerlo. Habían pasado 23 años y estaba tan acostumbrado a ese lugar, que muchas veces dudó si lo que lo retenía no era acaso un sentimiento de amor o pertenencia. Esa confusión, entre la costumbre y el amor, se la había descripto cierta mujer, a la que frecuentó sólo con intenciones de pasar un momento, pero que después se le fue quedando. Le había dicho que lo que sentía por su esposa, no era amor. Sólo que se había acostumbrado a ella y por eso, tan sólo por eso, era incapaz de dejarla. Esto lo tuvo perturbado durante mucho tiempo, hasta que un día se le aclararon las cosas. Ahora, lo que sentía por este lugar, ¿era acostumbramiento o amor? Para sacarse la duda, tomaría distancia.
Antes de marchar miró su oficina, su computadora, los anaqueles de su biblioteca, el lomo de esas carpetas en perfecto orden. Se detuvo un instante en observar su sillón. Su antiguo patrón, ahora fallecido, le había procurado uno cómodo y durable. En ese sillón se atornilló por horas, hasta encontrar la diferencia aquella. Se reclinó perplejo, frente a la confesión de aquel empleado que no podía seguir soportando su culpa.
En él, supo de lo que es capaz una mujer cuando se le antoja algo, y supo también de la bronca que sintió cuando el mocoso, nuevo patrón, le levantó la voz y le bajó el precio por una cuestión casi sin importancia. Entonces empezó a urdir la salida. No soportaría el levantisco carácter de ese pibe, que él inició en los secretos del trabajo. Miró las paredes, el cuadro, la pequeña banderita argentina en el escritorio y guardó sus pocas pertenencias (unas fotos familiares, un cuento de Benedetto, la estilográfica que le regalaron un de fin de año y el torito blanco que le obsequiara una empleada, a la que nunca quiso preguntarle el significado).
Ya lo había conversado con su mujer y ese compartir la decisión lo hizo sentir más seguro. Afuera, la cosa estaba brava, pero se sentía a un joven y capaz para entrenar su nueva condición de desocupado. No saludó a nadie. Después lo haría, una vez que pase un tiempo. Cuando gano la calle, le costó caminar esos primeros pasos. Tuvo miedo de que le agarrara pánico, como quien da un salto al vacío. Al superar la primer cuadra y antes de doblar la esquina, volvió su mirada. Después siguió y a medida que caminaba sintió que de su cuerpo iban cayendo en terrones, viejas aprehensiones de las cuales no había tomado nota hasta ahora. Sus músculos se fueron como desatando y empezó a correr.
Corrió y corrió, hasta comprender que nunca se había sentido tan libre y feliz.
