Ya quisiera llegar a los 83 en esas condiciones. Y aún trabajando. En un oficio que no es precisamente el de oficinista u otro igual de limpio y livianito. Es mecánico, mi amigo el “Golo” Tapia, el cumpleañero, y no piensa dejar mientras el cuerpo aguante. Antes que llegue el alba ya enfila para el taller, vuelve al medio día, y por las tardes, a eso de las tres, lo veo pasar nuevamente con una regularidad cronométrica, que se me hace, es la razón de su increíble estado físico y mental.

Me honra con su amistad, atildada en estos últimos años cuando Dios quiso que dos de nuestros hijos, se juntaran en un trabajo común. Nos llevaron a una mesa, con otros habitués de la Esquina Colorada y así, entre recuerdo y recuerdo, nos fuimos como reconociendo y poniéndonos felices al comprobar que eran más las cosas que nos unían que la que nos separaban.

En estos días hemos celebrado tu cumpleaños. Como regalo, te voy a transcribir estos recuerdos que vos me contaste. Ocurrieron antes que yo tomara contacto con la realidad, pues por esos años era yo todavía un crío, más de la casa que de la calle, donde vos ya tallabas con la compañía del César González y el “Pito” Villalba, especialmente, compinches. Una amistad que retrata perfectamente la letra del tango: “tres amigos siempre fuimos, en aquella juventud”.

Te me has quejado porque mi santa madre, cuando los veía a los tres, sentados en los banquitos que mi viejo hizo poner en la vereda, los sacaba “a los piques” y que se vayan a “vaguear” a otro lado. ¡Pero si tenía razón mi mamá!. También los correteaba el doctor Laciar, padre del Jacinto, y médico del barrio, quien dejaba su caballo y sulky atados en la vereda, contra el canal, y ustedes se lo sacaban, en silencio, y se lo llevaban hasta la esquina de la Centenario, frente al mercadito de don Peinado. Una picardía. Entonces para el doctor, verlos a ustedes era como ver a satanás y no le quedaba más remedio que correrlos. Como hacía mi mamá.

“Golito”, que viniste de la Villa Flora, del “condado” como decís, y te llevaste a la Valeria Gabrielli, que despertaba admiración en la muchachada, cuando la veían jugar en la cancha de básquet de Del Bono. Ella era integrante del primer equipo femenino. Muy jóvenes los dos, se fueron a Buenos Aires, y allí, en Lanús, te conchabaste en aquel taller donde te enseñaron todos los secretos de la afinación de motores. Nada menos. Y te codeaste con los grandes del Turismo de Carretera, según me contaste. Apareció el “Golo”, formal y laburante, que no come vidrio. Allí formaron esa familia de tres muchachos y una chica, con los cuales volviste a San Juan, junto a la fiel Valeria, luego de casi 20 años.

Te mereces la familia que tienes, tu mujer, tus hijos, nietos y bisnietos. Y esa salud de fierro que, en tu imaginación, te hace subir la meseta del Tibet, y calzado con una manta de “rojo bacarat”, recibes cada tanto, a la hora de la oración, con la sola compañía del cielo y la inmensidad, las sabias enseñanzas del Dalai Lama. Tu maestro.

Bueno, esto es joda. Pero no lo es la larga vida que llevas. Tu amor incondicional por la Esquina Colorada y la amplia red de amigos que supiste forjar, quienes hemos brindado repetidamente por tu salud y felicidad. Que nos sigamos viendo y que Dios te bendiga.