De pronto, las hojas del almanaque huyeron hacia atrás, en una sucesión de rápidos acontecimientos, en vuelta al pasado. Los años ’50 se me aparecieron nítidos,como un claroscuro retrato sacado del álbum familiar.

Resulta que pasar ahora por la Esquina Colorada es complicado. Ya saben, la Ignacio de la Roza está clausurada por las obras de ensanche, y uno debe andar por las calles aledañas para seguir viaje al centro o ir para Rivadavia. Que es lo que yo procuraba el 25 de diciembre pasado cuando tomé por la Balcarce y luego Centenario, es decir las adyacencias del club Del Bono.

Entonces las vi, tendidas en la vereda, como en los viejos tiempos. La mesa familiar de varios hogares, que prolongaban por esas horas de la tarde los rezagos de la noche navideña. Ocupaban el espacio público como quien ejerce un derecho centenario, porque para eso se estaba celebrando la venida del niño Jesús. Vi reeditada aquella vieja costumbre, que yo viví en mi infancia. Las familias enteras sentadas a su alrededor, comiendo y brindando hasta bien entrada la madrugada, y después al día siguiente, durante toda la jornada, hasta que no quedara nada de los manjares preparados en exquisita abundancia.

 

Comprobé que muchas familias de mi antiguo barrio no olvidaron esa tradición, que hace muchos años dejé de ver. Simplemente porque me mudé. Entonces para mí fue un volver a aquellos tiempos, en que los vecinos sacaban a la vereda lo más sagrado del cofre hogareño, que es la mesa donde no solo se come, sino también que se comparten los sueños, afanes, esperanzas y fracasos de cada integrante de la familia.

Comprendí, ahora que ya he recorrido buena parte de mi vida, el enorme significado de esa costumbre, que antes no había advertido, en razón tal vez de que uno, al verla repetida cada 25 de diciembre, la encontraba como algo natural. Esa apertura hacia afuera de lo más bendito de cada hogar, es como poner al sol la intimidad de sus moradores, en honor del Niño que ha nacido y que convoca a abrir el alma para hermanarse con los demás. Porque de eso se trataba aquel ritual.

“¡Feliz Navidad vecino. Venga y sírvase una copa!”. Y el vecino, que acierta a pasar por el lugar o que se arrima desde su propia mesa, no puede negarse y acepta gustoso chocar su copa con cada uno de los integrantes de esa casa, y de los que están de visita. A varios los frecuenta todos los días, a otros los ve una vez al año a lo mejor, porque marcharon a otros lares e infaltablemente vienen para esta ocasión. A otros, ni los conoce, pero igual arrima un brindis, porque total para eso es Navidad y ese otro es su hermano, su igual, con el cual se siente identificado. Gracias a ese angelito que abre sus brazos desde un modesto pesebre y que conmueve las fibras más íntimas del amor. 

¡Qué bien me hizo volver a observar esas mesas tendidas en la vereda! Al pasar, celebré la vigencia de esa sana costumbre y secretamente también brindé por ellos, mis antiguos vecinos, por quienes sentí que estoy adherido, como las hundidas raíces de una frondosa hilera de árboles.