“¡Qué podemos hacer, árbol sin hojas, fuera de dar una última mirada en dirección del paraíso perdido!”, dice en un poema el poeta chileno Nicanor Parra (muerto esta semana a los 103 años). Cae justo para esta foto que me mandó el “Pirincho” Gómez. En ella aparece un árbol decapitado, moribundo, consciente, que lo han dejado con vida sólo por unos días, y que añora sus ramas y sus hojas. Como está con vida, sigue produciendo verde. Son penachos despeinados los que coronan su cabeza mutilada. Es una postal triste. Está solo en este desierto de sol que es ahora la avenida Ignacio de la Roza. Es consciente de que va a morir, porque el progreso, a fuerza de máquina y capital, pasa por arriba aquello que estorba y no pregunta si quiere seguir viviendo. Le ha expropiado su vida y, al final, transforma una virtud (¿quién puede estar en contra del progreso?) en un hecho ruin: el fin justifica los medios.

El Pirincho se ha plantado con su moto frente a él y se hermana a su sentimiento de orfandad. “Somos los últimos que quedamos en la Esquina Colorada”, ha escrito en el epígrafe. Es una metáfora melancólica. Son como dos sobrevivientes, magullados por el presente lánguido de ese paraje, que está a punto de convertirse en pasado.

Atravesé la destrozada calzada por donde han hundido para siempre el antiguo canal, para llegarme hasta el “parripollo” de mi amigo Jorge. Es una travesía. “Pelao -me dice-, nos han hecho un daño muy grande. Vendo la cuarta parte de lo que vendía antes, y aquí estamos, mirándonos la cara, esperando algún cliente fiel que se le anime al barro, la lejanía y el camino desparejo”. El de la farmacia me confesaba lo mismo, y los otros comerciantes, igual. Siguen en su lucha porque no les queda otra. Pero ¿quién les devuelve lo perdido? Alguien dirá que en el futuro, cuando esté la obra terminada, se van a beneficiar. Pero ¿mientras tanto? ¿Llegarán a verlo? “Esta es una obra eterna”, escribió otro vecino cuando acompañó una foto de estos días, con la esquina inundada.

“No sólo eso. Me expropian el frente, donde tengo el negocio y unos metros más todavía. Me tiran lo más importante de la casa y me quieren dar menos de lo que vale. No creo que sea justo, someterme a lo que el Estado quiera pagar. Además, ya están rompiendo, llevan una punta de meses con la obra a medio hacer y ni siquiera han expropiado. Le pasa a todo el vecindario. Además, están la mugre y la oscuridad, que es total. Esto de noche es una boca de lobo. No sé, me parece que se han largado a hacer la obra sin planificar todos los aspectos previos, que son fundamentales. ¿Primero rompo y después vemos? No debe ser así”.

El Jorge con su queja lastimera, parece resignado, pero no va a bajar los brazos. Lo sé. Como hará el resto de los vecinos. A veces, esta máquina de acercarnos a lo nuevo se devora muchos desvelos y esfuerzos de varios años, de lo cual sólo son conscientes los que lo padecen. Tal vez el mañana, con la Ignacio de la Roza rebosante de vehículos, gente y movimiento, les brinde una posibilidad, una esperanza. Pero el hoy, este presente desolado entre un cementerio de escombros, es duro de vivir, y con la mirada azorada, la barriada retiene imágenes de lo que fue este paraíso. Antiguo paisaje de veredas sombreadas y casitas frescas, que de a poco va quedando atrás.