Hay plagas producidas por insectos y otros animales. También por seres humanos. Las primeras generan picazón, molestias, fiebre, enfermedades y hasta la muerte. Las segundas van más allá todavía: desgracia colectiva de pueblos, ciudades, ambiente, a la humanidad indefensa. Entre ellas hay dos: la avaricia y la violencia. Dos plagas desalmadas, inhumanas.
Una de ellas, la avaricia. Avaricia desmedida de unos pocos que provoca la pobreza y la miseria de muchos, de muchísimos. Sus actos son despreciables, viles. Personajes nada ejemplares. Fabrican armas cada vez más mortíferas y que venden tanto a países amigos como a enemigos; financian guerras; especulan sin vergüenza con bonos, acciones, monedas. Mueven incalculables montos de dinero. Las bolsas de valores hierven por magnates del petróleo, del oro.
Constituyen el llamado capitalismo salvaje, al decir de personalidades de reconocida honestidad y fama, como gobernantes, estadistas, pensadores y políticos probos, industriales honestos y hasta altos dignatarios de religiones de millones y millones de creyentes y de sinnúmero que no lo son.
Su lenguaje cotidiano es sobre el vil metal. Pesos y más pesos. Billones. Sus capitales y beneficios se miden como conseguidos honestamente pero son ilícitos, usurpados. A veces intereses por lapsos que asquean: ¡por hora! No trabajan. Roban. Son avaros tramposos.
Otra de las plagas, la violencia, en sus más sangrientas expresiones. Ciertas huelgas e inesperados piquetes que terminan en destrozos, incendios, maltratos, heridos y muertos. Acciones devastadoras de explosiones y desmanes. Bombardeos aéreos exterminadores. Tecnología ultramoderna para matar en vez de elevar el nivel de vida y la condición humana. Exterminio de inocentes hombres y de mujeres, de niños y de adultos de diferentes etnias. Salvajismo cada vez más refinado en métodos de atentado contra todo. Hay depredadores, incendiarios que arrasan despiadadamente. Atacan tierra, agua, aire. ¡A barrer la faz del mundo!
Es muy cierto lo que alguien expresó alguna vez: "Sería cuestión de preguntarse qué es lo que le causa mayor daño al alma de nuestra humanidad: si la codicia enceguecedora o el apuro devastador”.
