
Cierta vez, cuando niño, perdí mi pelota. No quiero decir que me la robaron porque no lo comprobé. Tal vez la dejé en la canchita, poco probable, u olvidada en el jardín de mi casa, o vaya a saber dónde. A los pocos días, observando uno de los tantos picados que se jugaban por allí, la vi. No hice nada por recuperarla pues no estaba seguro. Pero mi angustia se profundizaba más, a la par que crecía la alegría de los que se divertían con ella. Con mi pelota. Uno tiene muy arraigado el sentido de la pertenencia y que un tercero se aproveche de lo tuyo, sin haberle costado ningún esfuerzo, produce esa sensación de despojo que se multiplica cuando ese extraño disfruta de ello en tu propia cara.
Eso, exactamente eso, sentí cuando un desconocido periodista español, conversando con colegas argentinos, desbordaba de alegría ante la noticia que el clásico rioplatense de River-Boca les había llovido del cielo y se jugaría en el Santiago Bernabéu. Incluso denunciaba que había cancelado un viaje de placer que estaba pronto a realizar, "porque esto no me lo pierdo". El periodista argentino, tal vez tratando de menguar su frustración, atinó a decir que en su opinión no se llenaría el estadio. "Te equivocas -le contestó el español- no va a entrar un alfiler. El que pueda pagar los euros que va a costar la entrada, no se lo va a querer perder".
Sí, señores. A los aficionados argentinos, nos robaron la pelota. Nos afanaron la ilusión. Nada menos que un River-Boca y por una final de la Libertadores. Da impotencia e indignación. Tibiamente aceptamos que esa segunda final se juegue en otro país y que nuestra fiesta la disfruten extraños. No sabrán ellos la riqueza telúrica que hay detrás de esas camisetas. No podrán imaginar de dónde viene esa entrega, esa energía, que cada jugador pone al disputar una pelota. ¿Serán capaces de entender que ese enorme grito de gol que aquí mueve el cemento, es una proyección de la explosión antigua de nuestros abuelos, de nuestros padres, que se traslada con igual fervor a nuestras gargantas? No habrán de saberlo, sin duda. Tal vez aplaudan, tal vez se asombren de la calidad de alguna jugada y respondan con un gesto de aprobación, pero sin que les vibre el pecho. Hemos dejado que nos digan que esa fiesta, que es nuestra, la van a organizar otros, porque nosotros no sabemos hacerla. ¿Se dan cuenta lo que sentimos, porque dejamos que unos pocos sinvergüenzas nos dejaran sin esa final? Estoy convencido que ese operativo de seguridad, que según dicen salió mal, salió muy bien para quienes urdieron el despojo. Quiero decir que los responsables no fueron únicamente los que tiraron piedras, sino también los encargados de guardar el orden y que miraron para otro lado cuando el micro con los jugadores xeneizes se metió en esa boca de lobo. Y les salió redondita, porque no hay presos y sólo rodó, pobremente, la cabeza de un funcionario, que ha renunciado, como si con eso se saldaran las cuentas, y que además conserva otro cargo y que tiene que ver, vaya paradoja, con la administración de justicia. ¡Cuánta indignación! Esta vez no mancharon la pelota. Nos la robaron.
Por Orlando Navarro – Periodista
