Señor director:

“Anoche soñé que era un pez nadando bajo el agua. Y hoy no sé bien si soy un hombre que soñó con ser pez, soñando que es un hombre”. Esta duda es apenas una de las tantas confusiones e interrogantes que plantea a cualquier ser humano el fantasmal e íntimo mundo de los sueños. Desde los orígenes más remotos se ha preguntado qué significa esa cosa fascinante que le ocurre mientras duerme; de dónde viene esa especie de pantalla cinematográfica sobre la que se suceden las “imágenes imaginarias”, desobedientes a las reglas de la lógica y que son capaces tanto de aterrarlo como de llenarlo de placer. Allí todo pasa sin la intervención de su voluntad. Sin embargo, el protagonista de esa cotidiana incursión en el sombrío universo sabe que le ocurre a él y que, en alguna medida, las historias fragmentadas le atañen. Se ha intentado dilucidar el sentido de las ensoñaciones devolviendo lo que ha ocurrido al terreno de la realidad. Durante cientos de años, el hombre ha tratado de interpretar lo que ha soñado. Desde siempre, el ser humano sintió la imperiosa necesidad de orientarse y asegurarse dentro de una realidad, encontrar claves para defenderse de indecisiones del presente e incertidumbres del futuro. Por eso, la primera respuesta que se dio al interrogante sobre el significado de los sueños obedecía a sus requerimientos, algo que le dijera qué hacer hoy, qué le espera mañana, y satisficiera sus innumerables por qué y para qué.

Por lo general, en todo sueño surgen restos de circunstancias vividas durante el día, que se repiten a veces deformadas. De cualquier modo, el mundo de los sueños no tiene nada de mágico ni de ultraterreno. Es apenas una manifestación inquietante a veces que pertenece sólo al protagonista, inclusive cuando soñamos que el nuestro es un país sin manifestaciones de protestas, sin cortes de calles, sin violaciones, sin corrupción, pero que en definitiva podría ser real. Total, “soñar…no cuesta nada”.