
Hay tangos que enfatizan las conductas, gestos y actitudes del guapo y del compadrito; sus fuertes signos de templanza, coraje y nobleza, resistidor a las cuestiones religiosas y otras "debilidades". Para esas versiones de comienzos del siglo XX, no era de hombres llorar o rezar, sinónimos de falta de virilidad. "El malevaje extrañao me mira sin comprender, me ve perdiendo el cartel de guapo que ayer brillaba en la acción solo me falta pa’ completar más que ir a misa e hincarme a rezar", dice el tango "Malevaje". Esos tangos crearon una idiosincrasia del varón, "capaz de bajar la voz y de jugarse la vida" (Borges, en la milonga "A Jacinto Chiclana"), que se culturalizó y nos indujo, de niños, a reprimirnos cuando teníamos ganas de llorar, o acaso evitar las miradas si nos metíamos a una iglesia. Desmesura romántica, que nos incitaba a sujetarnos en el ejercicio pleno de nuestra condición humana. Aprendimos después que ser hombre pasa por otro lado, y que no es impropio invocar la protección de Dios, para el que cree, o de emocionarse hasta las lágrimas, si se ofrece.
Tanta vuelta he dado, para decir que me puse de rodillas el otro día, que lloré y agradecí a Dios y hasta, en un arranque que me sorprendió a mí mismo, bendije las manos del doctor Osvaldo Roux, que acababa de someter a un trasplante de córneas a mi hija mayor. Esto ocurrió hace un mes y estaba en la duda de compartirlo, pero me decidí a hacerlo, porque a lo mejor, a alguien le hace bien, lo impulsa a convencerse que no somos poderosos, y a darse cuenta de nuestra pequeñez, frente a las maravillas que vienen de lo alto. De permitirse ayudar y ser ayudado. De llorar y agradecer. Como hoy nosotros, a ese ser desconocido que se metió definitivamente en la historia de mi hija, y del cual provino la córnea que le permite recuperar la vista de uno de sus ojos. No sabemos quién es, pero sabemos que Dios lo llamó a su lado y la ciencia le dio la posibilidad de trascender en otro y así extender su calidad de vida.
No hubo que esperar mucho tiempo para que mi hija recibiera el trasplante. Fue un milagro. Una sucesión de acontecimientos virtuosos, de personas y procedimientos, que rápido se encadenaron desde el inicio del expediente en la Obra Social de la Provincia, en febrero de este año, hasta que le llegó el aviso del Inaisa, ex Incucai, para hacerse la cirugía en la clínica del Dr. Roux, en mayo. Sí. Me puse de rodillas. Me dobló tanta generosidad que bajaba de los cielos, de la ciencia que educó las manos del doctor, de la predisposición de las autoridades de la obra social, y del Inaisa, para imprimirle rapidez al trámite. Recé, lloré y bendije la donación de órganos, como símbolo máximo de la empatía, del amor por el semejante, del gesto extremo del que deja su vida, para continuarse, si bien parcialmente, en otra. Milagros inesperados, ante el cual me siento pequeño e indigente, rendido frente a la grandiosidad combinada de lo divino y lo humano. Fue hacer realidad una esperanza, sin la cual no podemos vivir. Gracias.
Por Orlando Navarro
Periodista
