
"Y uno se cree, que las mató el tiempo y la ausencia. Pero su tren vendió boleto de ida y vuelta, son aquellas pequeñas cosas que nos dejó un tiempo de rosas”, canta Joan Manuel Serrat, y despierta la nostalgia. Todos tuvimos nuestro tiempo de rosas. Tiempos bellos. Nosotros, los nacidos en los años cuarenta, cuando ya en los gloriosos sesenta enfrentábamos los interrogantes de la adolescencia, los cosquilleos del secundario, los arrebatos de los primeros amoríos. La colimba, los Beatles y el fútbol nacional. Luego, los años setenta, en los albores de la formación de la familia, el primer hijo, la primera casa, y también los primeros amigos que se nos fueron, rescatados desde su pupitre de la universidad, para irse detrás de una convicción, o, para varios de ellos, de una estafa. Años de luces, pero también sombras. La nueva circunvalación. Por allí vamos un viernes al Horcón. La peña ubicada casi en la Libertador, sólo por ver a un dúo venido desde Pocito, Mínguez – Barboza, que nos estaba redescubriendo la música cuyana, con una cadencia nueva, atrapante a los oídos de jóvenes y viejos. Hacían música de Cuyo, pero era otra cosa. Nunca, en nuestra ignorancia sobre estilos y armonías, supimos definir qué era exactamente. Pero sonaban distinto. Nos acostumbramos a ellos. Al aparcero Jorge Darío Bence, y su presentación gaucha, de voz firme y clara. "El dúo más mentado, en mil leguas a la redonda”.¿Qué duda cabía? No extrañó que ganaran Cosquín, que brillaran en otros escenarios, que excedieran el país. Ellos cantaban y nosotros crecíamos. Llegaron los ochenta, los cumpleaños de los chicos y la contradicción en una noche de fútbol en "los mamertos”, cuando una radio, encendida a todo volumen mientras jugábamos, nos narraba las batallas de Malvinas, como si fuese una contienda deportiva. "Vamos ganando”, sin saber que ya teníamos nuestros primeros héroes de guerra, regando con su sangre aquellos gélidos pastos. Después, la democracia, Alfonsín, una ilusión muy grande. Llegaron los noventa, con la familia consolidada y nosotros atravesando los cuarenta y las mieles de la, llamada, segunda juventud. ¿Y ellos, nuestros amigos de Pocito? ¿Qué pasó? Callaron de repente. Y se hizo un vacío. Nació la nostalgia, la añoranza. No volverían a cantar juntos. Crecieron los rumores, "el que se apartó fue Mínguez”, por tal y cual cosa. Barboza, el "Pelufo”, siguió solo. Le hizo la segunda, su incomparable segunda, a infinidad de artistas. Pero no era lo mismo. Se quedó rengo, sin su amigo, y en esos noventa, entraron a formar parte de nuestro pasado. Por eso hoy, 24 años después, cuando un nutrido grupo de sanjuaninos nos juntamos en el Teatro del Bicentenario para ver el milagro de su retorno, sentimos que abrimos el cajón, desplegamos el álbum, y tomaron vida esas fotos en sepia. El "Pelufo”, lo sabíamos, estaba de "hojita”, porque nunca dejo de cantar. Pero Mínguez
, el ausente, era la incógnita. Y demostró que estaba intacto. Su voz retumbaba melodiosamente en los techos acústicos del teatro, y hacía que nos levantáramos de las butacas. Y ambos sonaban "igual, igual”, como les gritó medio llorisqueando uno del público. Ha vuelto Mínguez – Barboza. Han vuelto y peinan canas, como nosotros. Para que celebremos de la mano, el paso que transitamos mansamente entre los setenta y tal vez los ochenta, si Tata Dios lo dispone. Ellos, nuestro pasado y presente, y nosotros transcurriendo un remozado "ahora”, dándonos este inesperado empacho de cuyanía, que no paramos de festejar.
