
El episodio es tan potente, que trataré de imaginar cómo fue. Cuentan que en una ciudad de España, en medio de la pandemia, un anciano en cuarentena se levantó de súbito y fue hasta el balcón. Allí, en una jaula, un par de canarios piaban alegremente. Los miró con tristeza, pero feliz de la decisión que iba a tomar. Antes de su acuartelamiento, no había tomado consciencia del padecimiento inocente de sus pájaros, a los que creía felices en su jaula. Tenían comida, un lugar seguro donde vivir, y podían cantar a su antojo, pero no eran libres. Entonces, el viejito levantó cuidadosamente las puertitas de la jaula, y sus pájaros tímidamente salieron. Se posaron primero en las barandas del balcón, entre dubitativos y sorprendidos de su nuevo estado, sin barrotes ni puertas de clausura. Pero al instante se recuperaron y levantaron un vuelo veloz y ruidoso hacia las ramas vecinas. Desde allí, su dueño, con lágrimas en los ojos, los oyó cantar más fuerte y más hermoso que nunca. Y conforme, con su sentido de la humanidad renovado, fue hasta su sillón a continuar con la obligación impuesta por el virus. Ahora con una sonrisa. En la canción "Coplera del prisionero", de Horacio Guaraní, hay un verso que siempre me gustó: "Le regalé una paloma al hijo del carcelero, dicen que la dejó ir, tan solo por verle el vuelo, qué linda va a ser la vida del hijo del carcelero". Poesía monumental. Mucho se está hablando por estos días del valor infinito de la libertad, que al decretarse la cuarentena cedimos sin chistar, frente a los horrores que se venían encima. Pero, pasados los días, y atemperarse "la curva", ese estado claustrofóbico comenzó a golpear con distinta fuerza. A unos más, a otros menos, pero siempre conmoviendo la vertical de ese derecho tan inherente al ser humano. Será por eso, ahora que se están flexibilizando lentamente algunas actividades, que los "mayores de setenta" hicieron oír su voz de disconformidad, frente al proyecto de poner un cerrojo a sus movimientos. No los convenció que era "por su bien", y hasta se sintieron discriminados, al pensar que se los consideraba inhábiles para cuidarse por sí solos, o disminuidos en sus facultades. Han expresado a viva voz su derecho de manejarse libremente y reservándose para sí la decisión de fijarse los límites. Que la pandemia no vulnere también sus garantías. Bravo por ellos. Celebro ese espíritu de rebeldía, que siempre es esperanzador y posterga el proceso de envejecimiento. Pero hay reparos, y es que están en tensión dos valores inconmensurables, la vida y la libertad. ¿Hay que tomar partido por uno? No creo. Me alcanzan las generales de la ley, porque pertenezco a ese grupo etario, para expresar que valoro las bondades que ha tenido la restricción. Ha demostrado ser efectiva. Más no creo estar cediendo girones de mi libertad, si acepto el confinamiento y, a la vez, suelto en dosis permitidas mi necesidad de ir al almacén o hacer trámites de mi profesión. Con los debidos cuidados desde ya. La libertad, en fin, es un estado mental con el que puedo acomodarme en este estado de excepción, cuyas reglas no deberían extenderse más allá de le emergencia. El anciano español, al liberar aquellos pájaros, seguramente proyectaba también el sentido libertario de sus ideales cuando joven, y que el paso de los años no pudo adormecer. Por suerte.
Orlando Navarro
Periodista
Ilustración: Rodolfo Crubellier
