Queda a 502 kilómetros de la Ciudad de Buenos Aires, en las márgenes serranas, a 55 km de Coronel Suárez, a cuyo partido pertenece, y a 15 km de Coronel Pringles. Es un pueblito que se fundó hace poco más de un siglo, en 1910, se llama Quiñihual, como la estación que era una parada importante entre Rosario y Puerto Belgrano.

El pueblo casi fantasma, cuyo nombre proviene de la lengua mapuche, donde “quiñi” paradójicamente significa único o número uno, y “hual” roble, lleva a cuestas una triste historia. Se llama así por el cacique que lideró una tribu en el centro sur de la provincia de Buenos Aires. Había sido un líder valiente e inflexible que se enfrentó al Ejército Argentino en la Conquista del Desierto.

Quiñihual había llegado a tener 730 habitantes en la década del ’70, pero la población se fue extinguiendo a medida que los viajes en tren empezaron a disminuir, dos décadas después.

Con los habitantes del pueblo ocurrió lo mismo, hasta que solamente quedó uno: Pedro Meier, el dueño del almacén de ramos generales, que abre las puertas religiosamente todos los días. El vecino más próximo está a 5 km de su casa.

Quedó sólo cuando el otro habitante que sobrevivió a la diáspora, el jefe de la estación, la cerró en la última jornada en que anduvo el tren, en 1994, y transcurridos unos días, se mandó a mudar. Tres trenes de carga y dos de pasajeros paraban en la estación, enfrente del almacén, hasta que se clausuró el ramal.

“En aquellos años había muchos lanares y eso generaba mucha mano de obra. Coronel Pringles, a 30 Km, era la capital de la lana’, recuerda Meier sobre la actividad económica del pueblo. Los primeros años se cargaba la hacienda en el tren, ovejas y vacas. Después llegó el camión y de a poco se fue desarmando todo”.

Transcurrieron tres décadas desde entonces y Pedro Meier se mantiene firme en el pueblo, al que llegó cuando tenía 7 años, y el padre y el tío compraron campos en el paraje El Triunfo, a 17 km del conglomerado urbano, por entonces activo a pleno.

Desde 1964 que el almacén de ramos generales fue adquirido por su familia con el dinero que le dejó la venta de los lotes rurales. El frente de la pulpería, con más de 130 años a cuestas, da a la estación y en el fondo cuenta con un centenar de hectáreas.

Cuando los trenes dejaron de llegar las se apagaron, porque dejó de haber electricidad. Solamente hay en el almacén, porque Pedro consiguió un generador. Así pudo ver el último Mundial de fútbol y celebrar a Argentina campeón, solo con sus perros que cuando gritaba los goles, “ladraban sin entender qué pasaba”, relata.

“Terminó el partido y salí a la calle y todo seguía igual acá, salvo algún baqueano que pasaba en su chata cada una hora”, contó

Pedro abre todas las tardes, no sólo para atender algún turista curioso que se acerca, sino también a los trabajadores rurales de las estancias cercanas. Todos ya se acostumbraron a que el lugar esté bien surtido de provisiones y abierto hasta tarde para abastecerse y conversar.