La mirada es lo único que conecta a Berenice Conte con el mundo. A través de ella aprueba o rechaza. “Nos aferramos a lo que nos dicen sus ojos”, explica Marcelo, su papá. Berenice tiene 25 años y está postrada en un centro de rehabilitación. Producto de un severo daño neurológico, su discapacidad motriz es total. Hasta el 12 de octubre del año pasado, cuando sufrió complicaciones en una operación en la que le iban a colocar implantes mamarios, corría por la vida con entusiasmo: estudiaba relaciones públicas, trabajaba como recepcionista en el bar Rock and Fellers, manejaba tres idiomas y hasta había residido tres meses en Brasil gracias a una beca otorgada por su facultad.

 

 

La joven hablaba del implante con sus padres, compartió con ellos su deseo. Era la primera cirugía de ese tipo a la que se sometería. Una amiga le consiguió el número de un médico que, recuerda Marcelo Conte, “era muy conocido entre las chicas de su edad”. Tuvieron una entrevista y le pidió que se practique una serie de estudios. Todo estaba normal. A los padres les explicaron que dos o tres horas después de la intervención ella estaría bien.

 

Pero en el quirófano algo salió mal. Berenice sufrió un ACV isquémico. Un paro cardíaco la dejó al borde la muerte. Estuvo un mes en coma. Lo superó, pero allí comenzó otro calvario. Ya no podía movilizarse ni hablar. “Está en un estado fetal”, resume su padre.

 

 

Pasaron 7 meses, pero de lo que sucedió el día de la operación los padres saben poco y nada. El médico les explicó que Berenice estaba nerviosa, que se lo dijo dos veces al anestesista, pero que ese profesional no le dio importancia. “Es normal que una piba a esta edad esté así. Dale para adelante que no pasa nada”, le dijo.

 

Marcelo es empleado público. Habla de su hija como arrastrando las palabras. La dejó una mañana en una clínica, a las 8.30, y la volvió a ver entubada en un sanatorio tres horas después. Lloró, pidió explicaciones. Supo que el mundo que integraban junto a su esposa y su otro hijo, de 21 años, se había roto a pedazos.

 

 

Hace siete meses que mi hija no sabe si es de noche o de día. Sólo nos podemos comunicar a través de los ojos. Ella te mira, le pedís un beso y te lo da. Después cuando cierra los ojos significa sí. Si no, hace un pequeño movimiento, como diciendo no. Es lo único que hace. La única comunicación directa que tenemos con ella”, explica el hombre a Clarín. No mueve las piernas ni los brazos. “No puede abrazar”, puntualiza Marcelo como si necesitara ese movimiento más que cualquier otro. Escucharlo desgarra.

 

Los médicos no quieren proyectar demasiado cuando hablan con la familia sobre la recuperación. Sus padres esperan que alguna droga o un tratamiento específico permitan ayudar a la rehabilitación para superar el cuadro de total discapacidad en el que se encuentra. Hablan de alternativas en el exterior, pero las descartan porque no están dentro de sus posibilidades económicas.

 

La familia pretende que el cirujano, el anestesista y la clínica se hagan cargo. Critican que no se realizó un allanamiento estricto para determinar si el instrumental que se utilizaba era el adecuado. “Apenas fue un policía y sacó fotos”, cuenta su padre.

 

Fuente: Clarín