Buenos Aires, 28 de agosto.- "¡Uff!, ya ni me acuerdo desde hace cuanto estoy acá", dice Modesta Verón, mientras con la mano hace un ademán como queriendo borrar la historia de tanto dolor. Luego de unos segundos de silencio, en los que su mirada se pierde en la nada, acota con una voz apenas audible: "Es como si hubiese nacido en este lugar".
El pasado duele. Hay marcas que se llevan en el cuerpo y nunca se irán. Pero también hay de las otras, las del alma, que no se ven. "No fue sencilla la vida para nosotros. Sufrimos mucho. Pero como en un sueño, uno pierde la memoria". Modesta toma mate sentada en una cama del pabellón nueve para pacientes crónicos y habla, de manera lenta, como si hiciese un esfuerzo al pronunciar cada palabra.
El Hospital Nacional Baldomero Sommer, ubicado en General Rodríguez, a 25 kilómetros de Luján, no es como cualquier otro. A simple vista parece un pueblo chico- con sus casas bajas, sus quioscos, la Iglesia, el cementerio- y así sería de no ser por el movimiento constante de los médicos y las secuelas que dejó la lepra. Construido en 1941 como sanatorio- colonia, en realidad tenía otra misión: aislar a los enfermos de la sociedad. Hoy, es el último de su tipo en la Argentina, aunque desde 1993 también se tratan otras patologías.
En sus inicios se dividía en dos zonas: la A de "sanos" y la B de "enfermos", y llegaban pacientes por su propia voluntad o a la fuerza. Es que la ley Aberastury, sancionada en 1926, derogada y reemplazada en 1983, era tajante: disponía el aislamiento hospitalario obligatorio y la prohibición del matrimonio civil entre los enfermos. Si el paciente se resistía, intervenía la fuerza pública. Hasta ese entonces los sectores de los empleados administrativos estaban separados por alambres y candados del sitio en que vivían los enfermos.
Modesta tiene 85 años y llegó por primera vez al Sommer en 1954, proveniente de Paraguay. No fue fácil. Era muy joven, estaba lejos de su familia y tardó mucho en volver a verlos. En los primeros años no se le permitió salir. Un alambre perimetral y guardias aseguraban que así fuera. Se pensaba que el mal de Hansen- se lo llama también de esa forma por el nombre de quien descubrió el bacilo que produce la enfermedad- era extremadamente contagioso.
Se comprobó mucho tiempo después, sin embargo, que las posibilidades de contraer la enfermedad son pocas, que es curable y afecta principalmente la piel y los nervios periféricos. Se trasmite, de hecho, sólo entre un enfermo no tratado con posibilidad de transmitir y una persona susceptible de contraerla, por contacto directo y prolongado, entre ellos, de tres a cinco años. Según la estadística del Ministerio de Salud, el 80% de la población posee defensas naturales contra la lepra y sólo la mitad de los enfermos no tratados son contagiantes.
Sin posibilidad de salir afuera del hospital, salvando contadas excepciones, casi todos los pacientes, como Modesta, conocieron a sus parejas acá y se casaron en la iglesia del Hospital. Con su marido, quien falleció hace 14 años, tuvieron tres hijos. Cuando nacieron, según las normas de entonces, le impidieron todo contacto con ellos y fueron derivados a la colonia "Mi Esperanza", en el conurbano bonaerense, a cargo de un grupo de religiosas. Allí permanecieron hasta su adolescencia.
"En el verano los traían. Podíamos hablar a través del Parlatorio, pero no se nos permitía ningún tipo de contacto. Era como una cárcel, cuando alguien visita a un detenido. A los chicos les costó adaptarse a nosotros. Incluso nos recriminaron haberlos dejado en la colonia sin saber que, pese a nuestro deseo de tenerlos con nosotros, nunca tuvimos opción", dice con ojos vidriosos.
En "Mi Esperanza" no era fácil el día a día y muchos no recibían el cuidado y la contención que necesitaban. Hubo incluso denuncias de chicos que se murieron ahogados. Nélida Fernández nació en el Sommer y se crió hasta los dos años en la colonia, cuando a sus padres le dieron el alta y pudieron buscarla. Tenía dos hermanas más grandes en el mismo lugar, quienes ignoraban su existencia. Las religiosas que estaban a cargo jamás permitieron la relación fraternal entre ellas, al omitir la información.
"No pude sentir el amor de mis padres. Me arrancaron de los brazos de mi mamá y aunque pasé el mayor tiempo posible con ellos, nunca pude disfrutar de una relación normal. Ellos sentían nuestro rechazo. No tuvieron la culpa, pero no lograron superarlo", dice. A los 12 años Nélida contrajo la enfermedad, fue tratada en el hospital y, pese a que le dieron el alta, trabaja allí como empleada doméstica.
Los pacientes del Sommer no pagan luz, agua ni gas y reciben en forma gratuita provisiones. Gracias a un reclamo elevado por la Asociación de Internos en 1946, a cambio de su trabajo en tareas administrativas, de limpieza o de ayuda en el sector de enfermería, reciben un sueldo.
"Se lo llama también laborterapia. Antes nadie quería venir a trabajar al hospital por miedo al contagio, entonces los propios pacientes se las arreglaron. Trabajan y se jubilan acá. El pago que reciben depende de la cantidad de horas de prestación que realicen", explica el doctor Carlos Benedetti, interventor del hospital, quien asumió el cargo hace cuatro meses y medio.
A lo largo de los años mucho cambió- agrega el director- La antigua cárcel es ahora el centro de jubilados y el Parlatorio un centro de recreación. "Los contagios se daban de manera natural en las zonas endémicas, sobre todo en el norte del país. El nivel de gravedad es por el momento en que se atiende la enfermedad", explica.
La lepra, que fue durante mucho tiempo una palabra maldita, rodeaba a sus víctimas y los atacaba en todos los frentes. Las sometía y las ahogaba. Las manchas en la piel, las dificultades motrices, y el rechazo. Como si no existieran, como si estuviesen condenados.
"Tuve cuatro hijos. Una vez alguien me preguntó por qué los tenía si sabía que no podía criarlos. Le respondí que era lo único que sentía mío", dice Selva Verón, de 78 años, quien llegó por primera vez al Sommer, desde Paraguay, cuando tenía apenas 15.
Ni en su rostro, ni en sus manos, ni en su cuerpo hay marcas físicas de las secuelas de la lepra. Pero eso no la salvó de todo lo que le tocó vivir. "Para mí era todo nuevo acá, hacía poco que había venido de la casa de mi mamá. Yo como hoy te contaba, ¿viste? cuando era chiquita no me daba cuenta de la discriminación. Yo le extrañaba a mi mamá. Quería irme allá de vuelta. Pero las personas que venían acá perdían todo, su familia, todo", dice.
De los cuatro hijos de Selva, dos murieron. Uno al año y medio de Sarampión y el otro a los 11 cuando cayó por un hueco del ascensor del hospital Muñiz. "Esa era nuestra vida", resume con dolor.
Selva pide permiso para hablar, pero todavía necesita contar su historia como si al hacerlo ayudase a alivianar el dolor. "Yo me quemaba todo. No me daba cuenta. Con la lepra se pierde la sensibilidad. Me habían salido unas manchas rozadas en la cara. Entonces mi hermana me llevó al doctor y llegué acá. Así pasaron los años, me enamoré y a los 19 años me embaracé. Tuve la suerte de que mi nena nació a las 12.30 [a la noche el control no era tan estricto] y la serena me permitió darle por lo menos un beso arriba del gorro, ¿vio? Acá era nuestro mundo."
María (nombre de fantasía ya que pidió preservar su identidad) cierra por un instante los ojos y respira. Tiene 101 años y permanece en el hospital desde su inauguración. Allá cuando en el Sommer había una cárcel, alambres y dos mundos separados: los sanos de los enfermos.
"Antes vivíamos como escondidos. Los más triste es que nos tuviesen miedo como si fueramos bichos. Al principio era tremendo. Me había casado en Entre Ríos cuando me diagnosticaron. Me quería morir. Hacía poco había sido mamá, cuando las manchas se hicieron cada vez más notorias. Mi marido, un militar, me dejó tirada como si fuera una bolsa de papas. Nunca les conté a mis abuelos, que fueron quienes me criaron, que tenía lepra. No les quise amargar la vida", dice tirada en una cama de uno de los pabellones.
A María la consideran "la mamá de todos". Acá se la quiere. Asoma apenas la cabeza por entre las frazadas. -Yo siempre hago cosas, pero hace frío- expresa. "Vine hace 74 años. Me casé de nuevo. Pero nunca puede irme", dice y suspira.
