Desde que Rusia lanzó su invasión a gran escala contra Ucrania en la mañana del 24 de febrero de 2022, en un acto de agresión que constituye un delito según el derecho internacional, en territorio ucraniano se han sucedido ataques indiscriminados contra zonas residenciales, escuelas, hospitales e infraestructura social y civil, y ha habido muertos y heridos entre la población civil, además de desplazamientos masivos y la destrucción de cientos de miles de viviendas. Los crímenes de guerra cometidos por Rusia en la región de Kiev son un claro ejemplo del patrón de tortura y homicidios ilegítimos de civiles que merecen la más dura condena a ese país que ha incurrido en otros tantos excesos como el uso de bombas no guiadas, municiones de racimo y otros métodos prohibidos en este tipo de conflictos.

Pareciera que para Rusia no hay límites en este proceso de invadir un país como Ucrania que viene siendo hostigando desde 2014, cuando en una primera avanzada perdió el dominio de la península de Crimea. La decisión del presidente Vladimir Putín de seguir avanzando con una invasión a gran escala se debió a gran medida a la falta de reacción de la comunidad internacional para sancionar con contundencia la acción rusa.

El pedido de apoyo de Ucrania a los países de la OTAN se manejó de una manera que ha ido variando con una ayuda que por momentos incluía armamentos y bloqueos comerciales y luego fue disminuyendo en su intensidad, haciendo que el conflicto se prolongue en el tiempo.

El mundo tal como está actualmente y la comunidad internacional no pueden permitir que se sucedan estas guerras interminables. Conflictos como los de Israel y Palestina en la Franja de Gaza y los de oriente medio, sumados al de Rusia con Ucrania al que hemos hecho referencia, deben cesar de inmediato para generar un clima de paz que ayude a las naciones a enfocarse en otros problemas graves que afectan a la humanidad, entre ellos el hambre de muchas poblaciones, la situación de los refugiados, las consecuencias del calentamiento global y el cambio climático y la producción de alimentos para las futuras generaciones.

Todas las naciones deben hacer causa común en apuntar a esos objetivos y no tomar parte en el pedido de ayuda de los países beligerantes que consideran que con más armamento van a conseguir reinstaurar la paz perdida.

El peligro latente de que esos conflictos se intensifiquen y desencadenen una conflagración a escala regional o mundial debería desalentar cualquier toma de posición a favor de uno u otro bando y priorizar acciones diplomáticas que apunten muy certeramente a evitar que las guerras se intensifiquen con pérdidas cuantiosas en los humano y lo material.

Los Estados más poderosos del planeta deben ser gestores de acuerdos de paz, constituyendo foros de los que surjan severas sanciones para los países que promueven conflictos bélicos. Su acción debe ser implacable ante las naciones que han hecho de las guerras una industria de la destrucción y el exterminio, desconociendo los derechos humanos que les corresponde a todos los habitantes de la Tierra.